Cadaqués, el Olimpo catalán

Estuve unos días en Cadaqués. Pocos, pero suficientes para darme cuenta de la gran transformación que se ha producido desde que iba en mi juventud para aspirar el perfume artístico y de modernidad que emanaba.

Cadaqués viene a ser una especie de Olimpo catalán, residencia de divinidades. El “divino” Dalí fue quien primero proyecto Cadaqués al mundo; luego, en los años sesenta del siglo pasado, la llamada “gauche divine” convirtió Cadaqués en el centro de una intelectualidad burguesa catalana alrededor de la que pululaban aspirantes a entrar en aquel ambiente selecto. Es entonces cuando Cadaqués empieza a convertirse en un polo de atracción, no ya únicamente por su encanto paisajístico, sino también como símbolo social y cultural. Tener casa en Cadaqués o instalarse en uno de sus hostales u hoteles era algo más que ir a veranear a la Costa Brava, era entrar a participar de los aires vanguardistas que venían a ventilar la atmosfera insana y con tufo a rancio del franquismo.

Pero aquel Cadaqués de los años sesenta aún conservaba buena parte de su esencia y que tan bien refleja Pla en las páginas que le dedica. Recuerdo la población blanca, de orilla sinuosa, apiñada alrededor de la iglesia de Santa Maria, y el olivar que le abrigaba la espalda, ascendiendo por pendientes y cerros, en bancales protegidos por pared seca hecha con losas de pizarra, oscuras, casi negras, policromadas con los colores ocres y rojizos del óxido.

Hoy, por aquellos cerros y por la falda del Penís ascienden casas y más casas que han extendido la blancor de las paredes allí en donde había habido el verde grisáceo de los olivos. Del encanto primitivo de Cadaqués solo queda una leve fragancia en sus callejas empinadas y en el roquedo que la rodea, el resto se ha perdido bajo la ola turística que la ha invadido y que, como en todas partes, se traduce en un aumento de la construcción que no se detiene. Una construcción que si bien Cadaqués ha sabido controlar en altura, no ha podido en cuanto a superficie, y aquel pueblo minúsculo de pescadores se ha extendido como una mancha de aceite por todos lados y ha salpicado la bahía con infinidad de embarcaciones deportivas y de paseo.

Y a pesar de todo, Cadaqués sigue ejerciendo sobre mí una fascinación difícil de explicar y que atribuiría a su enclave en lo que había sido un confín del mundo, un lugar remoto, aislado del resto del territorio que lo rodea y con la única salida del mar, un mar a menudo violento, con profundidades abisales muy cerca de la costa y con fuertes corrientes marinas que fluyen como ríos y han dado muchos disgustos a pescadores y navegantes. Seguramente es esto lo que aún percibo en el paisaje opaco que rodea la población blanca: la monumentalidad de la cordillera pirenaica en el momento de hundirse en el mar. Porque eso es aquel territorio: Pirineo en el estado más primigenio, el roquedo más antiguo de esta gran unidad orográfica atacado por el agua, el viento y el embate de las olas justo al final de su recorrido terrestre de 425 kilómetros y que mira a dos mares, el Cantábrico y el Mediterráneo, el Océano Atlántico y el Mare Nostrum.