Caminar por Sitges

A fin de satisfacer el afán andador de Isabel el domingo pasado fuimos a Sitges. Hacía un día soleado y opté ir por la carretera de las Costes, que considero una de las más panorámicas de Catalunya, con espléndidas vistas de los contrafuertes montañosos del macizo de Garraf cayendo verticales al mar, alternándose con pequeñas playas allí donde un torrente ha abierto un surco o una hondonada en el roquedo calcáreo.

Dejamos el coche junto al puerto deportivo de Aiguadolç y empezamos a caminar con el propósito de no detenernos hasta llegar, como mínimo, a la playa de l’Home Mort, en donde había ido con amigos cuando aún ejercía de bañista. 

La travesía de Sitges a las doce de la mañana, con los rayos de sol cayendo oblicuos sobre la villa, me proporcionaron vistas magníficas de la playa dels Balmins, la punta de les Mabres, la playa de Sant Sebastià y la punta de la Torreta y el caserío que la corona de forma espléndida, con el Cau Ferrat, el palacio de Maricel y la iglesia de Sant Bartomeu y Santa Tecla como edifícios más significativos.

Pero a Isabel, toda aquella belleza que despertaba mi delirio fotográfico y la admiración de centenares de turistas y paseantes acabó por fastidiarla y cuestionar el acierto de mi elección. La verdad es que el paseo de la Ribera y el paseo Marítimo estaban llenos de gente que caminaba parsimoniosamente, tirando de perros y chiquillos, y entorpecía su paso ágil y regular, con un objetivo concreto: quemar las calorías de más que nos habían proporcionado el día antes una comida de barbacoa, una merienda de gin-tonics y bombones y una cena de salmón, quesos y jabugo, rematada con un pastel de La Pastisseria.

Había tanta gente buscado el calorcillo del sol invernal que no pudimos disfrutar de tranquilidad hasta que llegamos al sector de Terramar, cruzamos la riera de Ribes y seguimos por el guijarral de la playa de Santa Margarida hasta encontrar el GR-92 a la altura de la masía de les Coves. Ya estábamos fuera del área de influencia de la Blanca Subur y su luminoso encanto. Pero entonces topamos con otro inconveniente que, a ojos de Isabel, me hizo perder los puntos que todavía me quedaban. En este tramo de Sitges a Vilanova, el GR-92 discurre en ocasiones junto a la vía del tren, que cuando pasa lo hace silbando y con un estrépito tremendo.

Por el GR-92 llegamos hasta la punta Grossa, donde, tras echar un vistazo a la playita de la cala Xica y ver a lo lejos el espigón del puerto de Vilanova i la Geltrú, emprendimos el regreso. Eran más de las dos y bajamos a la cala dels Gegants buscando un sitio para comer. Pero no nos gustó y fuimos a la playa de l’Home Mort, donde en un rincón a resguardo del viento, que cada vez soplaba con más fuerza, comimos lo poco que llevábamos. El rumor de las olas ocultaba el ruido del tren y descansamos un rato en silencio, con el sol calentándonos y pensando en las musarañas.

Al volver fuimos al extremo de la punta de les Coves, desde donde se observa una bella vista del sector de Terramar y el caserío de Sitges recostado en el macizo de Garraf. Ya en el paseo Marítimo, nos desviamos para visitar el santuario de la Mare de Déu del Vinyet, que ha quedado atrapado entre chalés y pequeños bloques de apartamentos. El edificio actual es del siglo XVIII, pero la devoción de los sitgetanos se remonta a la época medieval y cada 5 de agosto se organizaba una feria a su alrededor que congregaba a las gentes del lugar.

El regreso a Barcelona también lo hicimos por las Costes, con el sol poniéndose y el mar reflejando los tonos malvas del celaje. Al final, Isabel quedó satisfecha y me puso buena nota: había caminado más de diez kilómetros, había tomado el “soleet”, como dice ella, y había disfrutado de bellas vistas del litoral y de Sitges. ¿Qué más podía pedir?