El arte de la croqueta

Me gusta cocinar. No lo elegiría nunca como profesión, pero considero imprescindible tener unos mínimos conocimientos de cocina para vivir de forma independiente. Vincular tu alimentación a otra persona, ya sea la pareja, alguien a tu servicio o un profesional, implica un grado de dependencia lamentable, una especie de discapacidad.

Mis habilidades culinarias son limitadas, pero dentro de mis limitaciones me muevo con seguridad y unos resultados aceptables. En casa me cocino cada día salvo que haya quedado con alguien para comer en un restaurante, cosa poco frecuente. Normalmente en mi menú abundan las verduras y hortalizas y el pescado; no soy carnívoro. Son platos sencillos y digestivos, que me ocupan poco tiempo tanto a la hora de elaborarlos como a la hora de digerirlos. Como método de cocción hago servir mucho el vapor y la plancha; raramente frío. También me gustan los platos de cazuela —arroces, fideos, estofados, legumbres…—, que acostumbro a incluir en el menú semanal. El horno lo hago servir poco: alguna quiche, algún pescado y para gratinar algún plato de pasta; ah, y cuando me toca prepara la comida navideña. Cocinar algo al horno me da la sensación de más Navidad.

Pero mi plato estrella son las croquetas. Hago una gran variedad y me acostumbran a salir bien; es decir, sabrosas y con el grado de consistencia necesario para podértelas comer con los dedos, que es cómo deben comerse las croquetas. Aprendí a hacerlas de mi madre, que era una buena cocinera. Hacer croquetas no es complicado, pero sí laborioso. Yo las hago así:

1. Preparo la base, que puede ser pescado, pollo, jamón, bacalao, setas, las sobras del asado, gambas, queso, etc. Y naturalmente pueden ser mixtas: jamón y queso, merluza y gambas, pollo y berenjena… La cebolla cortada menuda y sofrita puede acompañar tanto las de pescado como las de carne. La preparación de la base suele consistir en pasarla por la sartén para deshidratarla y que adquiera sabor. Hay bases como el jamón o el queso, que no hace falta y lo único que hay que hacer es triturarla lo suficiente para que no se note en la pasta.

2. Cocinada la base y desmenuzada, paso a preparar la pasta, que consiste en una simple bechamel a la cual se incorpora la masa de la base. Yo acostumbro hacerlo al revés. En una sartén con un poco de aceite —nunca cocino con mantequilla— pongo la masa de la base, tiro dos cucharadas de harina y lo revuelvo todo hasta obtener una pasta pegajosa, que dejo cocer un par de minutos antes de añadir la leche suficiente para, primero, deshacerla, y luego, seguir la cocción sin dejar de revolver hasta obtener una masa con el grado de consistencia necesario para que, una vez fría, nos permita modelar la croqueta, pasarla por huevo, rebozarla con pan rallado y freírla. Durante la cocción es cuando añado la sal y un poco de nuez moscada.

El punto de cocción de la pasta es lo más delicado, porque si nos quedamos cortos, será demasiado blanda y no podremos hacer la croqueta, y si nos pasamos, la croqueta quedará apelmazada y empalagosa. La experiencia es lo que te hacer tomar la decisión de apagar el fuego. Yo, como referencia, espero que la masa adquiera la viscosidad de la lava; es decir, que, al removerla, resbale por la sartén lentamente antes de recuperar el reposo inicial. No obstante, a pesar del tiempo que llevo haciendo croquetas, he de confesar que la pasta nunca me sale igual y siempre encuentro que me he quedado corto o que me he pasado un pelo.

Y es que, como todo en la vida, cuesta acertar.