El Cap de Creus

No hay en toda Catalunya un lugar en donde se muestre tan claramente el poder creador y destructor de las fuerzas de la Tierra como el Cap de Creus. Allí la roca aflora en capas esquistosas grises, casi negras, resultado de presiones y temperaturas tremendas que han hecho cristalizar los sedimentos originarios, y en filones y masas informes de pegmatitas blancas y rosadas. Son rocas antiguas, las más antiguas del Pirineo, 500 millones de años, levantadas y deformadas por las dos orogenias, la herciniana y la alpina, y que el mar, la lluvia y el viento, en su incesante ataque, han puesto al descubierto y han modelado y corroído sin piedad, limando, afilando, profundizando surcos, horadando. Distintos en el color y en la composición mineral, esquistos y granitos se combinan en el paisaje ofreciendo contrastes sorprendentes en forma de vetas plegadas y bolsas intrusivas que los agentes erosivos han labrado a su capricho. El resultado es un territorio áspero, convulso, de aspecto atormentado, con apenas vegetación, que te sitúa en tiempos primigenios, cuando todo se estaba haciendo y el hombre era tan solo una lamprea.

Aquí, en el año 1970, unos americanos situaron el fin del mundo, hicieron construir un faro y rodaron una película. La luz del fin del mundo, se tituló, con Kirk Douglas, Yul Brinner y Samantha Eggar en el reparto. Y es que en un día de invierno, con el mar embravecido y la tramontana soplando aquello debe de parecer el fin del mundo. Durante más de 35 años el faro de la película resistió temporales hasta que el 2006 lo demolieron definitivamente. Yo lo había visitado en más de una ocasión. Estaba más cerca del mar que el de verdad y, al principio, hacía su efecto; después se fue deteriorando hasta convertirse en una ruína.

Isabel y yo iniciamos nuestro recorrido por el fin del mundo en el aparcamiento que hay debajo del faro y, siguiendo un circuito señalizado con marcas rojas, descendemos hasta la Cova de s’Infern, una espectacular muestra de lo que es capaz de hacer el embate de las olas en esta costa esquistosa. Siguiendo un sendero estrecho, a veces imperceptible al circular sobre la roca, contorneamos el extremo oriental del promontorio del Cap de Creus, pasamos ante el Freu de sa Claveguera y el islote de S’Encalladora y, tras una hora de camino, nos situamos ante la Cala Culip, que será nuestro próximo destino. Con todo, ya se ha hecho la una del mediodía.

Cogemos el coche y nos situamos en un punto de la carretera de donde parte el sendero que va a Cala Culip siguiendo el curso del torrente. En veinte minutos llegamos, nos bañamos y comemos los bocadillos que traemos. Hace un calor sofocante y antes de continuar caminando, nos volvemos a bañar para subir frescos a buscar el coche dando un rodeo por el Pla de Tudela. Este camino es mucho más cómodo y descansado, una especie de avenida encementada en medio del pedregal salvaje en la que, de vez en cuando, una señalización te indica dónde tienes que mirar para ver una roca esculpida de forma curiosa: un conejo, un pájaro, una águila, un camello…

En el Pla de Tudela es donde, entre los años 1961 y 1962, el Club Méditerranée construyó un complejo turístico con capacidad para 1.200 personas. Recuerdo que eran pequeños bungalós en forma de cubo, de paredes blancas y cubierta de tejas, que se repartían en grupos por todo el llano. También había pistas de tenis, piscina, bares, restaurantes, discoteca y un pequeño anfiteatro. No es que hubiese estado nunca: era un recinto privado con el acceso prohibido; pero cada vez que venía al Cap de Creus me gustaba acercarme para, desde lejos, contemplar el desaguisado. Y por qué no confesarlo, envidiar calladamente a los privilegiados que disfrutaban en exclusiva de un paraje tan extraordinario.

 Ahora el poblado turístico ya no está. Desde 1998, que se aprobó la ley de protección del Cap de Creus, el Club Méditerranée entró en decadencia, pero no fue hasta el 2004 que la urbanización cerró definitivamente. Al año siguiente, el Ministerio de Medio Ambiente la compró y el 2009 empezó la demolición. En total han sido casi 12 millones de euros gastados en dejar el Pla de Tudela tal como estaba antes de venderlo a los franceses.

En una curva pronunciada abandonamos la cinta encementada y por un sendero estrecho y pedregoso llegamos a un punto elevado desde donde contemplamos Cala d’Agulles y la costa alta y accidentada del norte de la península. De regreso al Pla de Tudela nos detenemos en los dos miradores monumentales con paneles informativos del paraje para, seguidamente, continuar por la avenida hasta el parking, y del parking a la carretera. Allí enlazamos con el GR-11, que nos ha de conducir hasta donde tenemos el coche, eso si el mapa de la guía no me engaña. Pero antes de llegar al coche, como estamos muy acalorados, decidimos seguir el GR hasta Cala Jugadora y refrescarnos. Y así lo hacemos.

Son las seis de la tarde y, bastante recuperados, emprendemos el ascenso hacia el coche. Sesenta metros de fuerte pendiente que nos tomamos con calma. Y al llegar, ¡la gran sorpresa! Me han puesto una multa por “no respetar la señal vertical de estacionamiento prohibido”. Miro y remiro y no veo ninguna señal de estacionamiento prohibido ni vertical ni horizontal. Además, el coche está completamente fuera de la cinta asfaltada, en un margen que no molesta y donde había más coches aparcados. No lo entiendo. Pero lo entienda o no, la multa ya la tengo. Y cuando emprendo el regreso a Cadaqués, el enigma se aclara. Y es que, de vez en cuando, al margen de la carretera hay una señal de tráfico de prohibido aparcar con una indicación debajo que no había visto nunca y que supongo que significa que la prohibición es extensiva a todo el recorrido. Sí, debe de ser esto. Y me resigno. No quiero que este contratiempo me estropee la jornada.