Javier Krahe in memoriam

El pasado 12 de julio murió Javier Krahe. Fue pocos días después de que yo llegara a Son Bauló y la noticia me afligió. Admiraba a Javier Krahe. Creo que ha sido uno de los cantautores más originales en cuanto a estilo y temática de sus canciones, impregnadas siempre de humor e ironía. Ya no lo volveremos a ver en un escenario, con la guitarra, el cigarrillo y el vaso de tubo junto al taburete alto en el que solía sentarse. Y a Javier Krahe, más que a ningún otro, se le tenía que ver en directo para disfrutarlo plenamente. La seriedad y el hieratismo con que interpretaba sus canciones eran un elemento jocoso más dentro de la jocosidad de sus conciertos.

De una poética quevediana, desmesurada dentro de la mesura, inteligente y, a menudo, desvergonzada, nadie ha cantado al amor y al enamoramiento tal y como lo hacía él, mirándolos por el lado del absurdo inevitable, de la locura necesaria porque así lo establece el programa biológico. Desde el amante cínico al romántico enamorado, muchas de sus canciones nos hablan de mujeres –las que tuvo a su lado, las que deseó, las que soñó–; capítulos de su vida sentimental expuestos como la tragicomedia que suelen ser esos episodios según te los mires. A mí seguramente me gusta porque coincidimos en la visión tragicómica de las relaciones de pareja, en las que todos, hombres y mujeres, somos víctimas y verdugos a la vez en un juego de amor y desamor, seducción y desdén, que nos perturba durante buena parte de nuestra vida adulta.

Ningún cantautor español se ha ofrecido a sí mismo en un escenario con la naturalidad y sentido del humor con que él se ofrecía. Bufón y trovador a la vez, tenía la capacidad de hacerte reír y emocionar en el pequeño intervalo de unos cuantos versos. Tanto lo cómico como lo trágico quedaba subrayado por la seriedad de su voz grave, el gesto mínimo y parsimonioso, y los acordes justos y precisos. En el escenario era la mesura hilarante, crítica y descarada.

Yo lo conocí en Plasencia hará cosa de unos dieciocho años, gracias a Isabel. Ella lo había visto en Madrid, cuando empezaba a actuar en La Mandrágora junto a Joaquín Sabina y Alberto Pérez. Paseábamos por la calle principal de este pueblo extremeño y vio un cartel anunciándolo. “¡Ostras, esta noche actúa Javier Krahe!” Yo no sabía quién era. “¿No lo conoces?”, se extrañó. “¡Es buenísimo!“, aseveró con su entusiasmo característico. Y fuimos a verle. Actuaba en un pequeño bar, al final de la misma calle, y cuando llegamos, estaba abarrotado. Yo habría vuelto atrás, intimidado por la multitud; pero Isabel me arrastró al interior y, no sé cómo fue, me encontré sentado en una mesita un poco arrinconada, delante mismo del escenario, con dos chicas que yo no conocía de nada, y ella, naturalmente, tampoco.

 Fue la mejor actuación de Krahe que he visto. Lo tenía a tres metros escasos, rodeado de humo –aún no estaba prohibido fumar en los locales públicos–, con el vaso de whisky sobre la tarima y un único foco que lo iluminaba. Era todo lo que necesitaba para sentirse como en casa. Y efectivamente, fue como si estuviese en casa, rodeado por un grupo de amigos: bromeó, cantó, contó anécdotas y nos hizo disfrutar de su compañía a lo largo de las dos horas que estuvo en el pequeño escenario. Y cuando terminó, como podéis imaginaros, no queríamos dejarlo marchar.

Tengo un recuerdo imborrable de aquel concierto de Javier Krahe en Plasencia. Sin duda fue el descubrimiento más interesante que hice en aquel viaje junto con algunos paisajes de la dehesa extremeña, el teatro romano de Mérida y Trujillo. El resto lo recuerdo todo pasado por agua –¡nos llovió a mares aquella Semana Santa! Después lo he visto actuar varias veces más en el marco del festival Barnasants. Siempre han sido actuaciones en un teatro, con Javier Krahe en un escenario de verdad y yo sentado en el patio de butacas. Y a pesar de que al entrar siempre lamentaba la frialdad de la puesta en escena en comparación con el pequeño bar de Plasencia, cuando él salía y empezaba a cantar, el entorno desaparecía mágicamente y volvía a sentirlo tan próximo y directo como aquella primera vez, con el mismo talante inconformista y cínico, que nos acercaba a él y a su poesía con deleite.

Lamento su muerte. Nos ha dejado un gran artista que cantaba la vida desde la sencillez del humor y la agudeza del sarcasmo. Los que lo admirábamos lo encontraremos a faltar a pesar de que la tecnología lo mantenga presente.

Enlace a la canción: Y todo es vanidad

(Fotos extraídas de Internet)