
(Nuevo capítulo de muestra de La mirada oscura, de Josep Lorman)
Llegó un momento en que la situación era insostenible. Parecía que la vida fermentase entre las paredes de aquel piso y, poco a poco, todo se hubiese ido impregnando de un hedor a moho que asfixiaba. Casi no se dirigían la palabra y las pocas cosas que se decían siempre eran quejas y reproches. Que si te crees que he de hacerlo todo yo sola, que si estoy harto de que llegues a las tantas, que si solo sabes compadecerte a ti mismo, que para hacer así la cena no hace falta que la hagas, que si eres un egoísta, que si eres una irresponsable, etcétera, etcétera, etcétera. Los niños notaban que algo iba mal en casa y estaban nerviosos y pesados. Precisamente fue porque los llamaron de la escuela para hablarles del bajo rendimiento de Judit que se dieron cuenta de que tenían que afrontar el problema cara a cara.
–Es evidente que no podemos continuar así –dijo Pilar cuando volvían a casa.
Joan se sentía confundido. La entrevista con la profesora de Judit le había hecho tomar consciencia de las consecuencias que la crítica situación familiar podía tener. Toda aquella insatisfacción que sentía no solo le corroía a él, sino que trascendía y afectaba también a quienes le rodeaban. Y no sabía cómo solucionarlo.
Por eso se mantuvo en un silencio que exasperó a Pilar.
–No tienes nada que decir, ¿eh? ¡Tú nunca tienes nada que decir! Llegas y te sientas delante del televisor con un vaso en la mano, y como si no pasase nada. ¡Pues sí que pasa!
Estaba nerviosa y subrayaba las palabras con movimientos bruscos, pero sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina. Joan la miró.
–Nuestra relación se ha terminado. Está muerta –continuó Pilar–. Creo que lo mejor que podemos hacer es separarnos.
Lo dijo con firmeza, convencida, como si hiciese tiempo que lo estuviera madurando y lo tuviese perfectamente asumido.
Joan recibió la frase como un mazazo en el estómago. Él también había pensado en la separación, la había acariciado repetidamente durante las noches de insomnio, tumbado junto al cuerpo inerte de su mujer, o mientras aguardaba a que volviese de una cena con las amigas –y había habido muchas cenas en aquellos últimos meses. Era una idea que por las noches le parecía inaplazable, pero que por las mañanas se desvanecía con la rutina de levantar a los críos de la cama y llevarlos a la escuela. Él también había pensado en la separación, sí, pero nunca había tenido el valor de organizar la frase y pronunciarla, como ahora acababa de hacer Pilar. Tras el impacto en el estómago, sintió un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. ¿Cómo era posible que después de verlo él mismo tan claro, de haber pensado en ello tantas y tantas veces, ahora le afectase tanto oírselo plantear a Pilar?
Siguieron andando un rato sin decirse nada. Cuando llegaron al portal, entraron en el ascensor. Joan iba a pulsar el botón del cuarto piso, el de la vecina que se había quedado con los niños, pero Pilar lo detuvo.
–Ya iremos más tarde a buscar a los niños. Ahora tenemos que hablar –y pulsó el botón del sexto, donde vivían.
Un silencio tenso se hizo entre los dos. Parecían dos desconocidos que se encontraban en la incómoda situación de tener que compartir un trayecto de ascensor. Fue entre la cuarta y la quinta plantas cuando Joan dijo:
–¿Lo dices en serio, lo de separarnos?
–Sí –contestó secamente Pilar.
Entraron en el piso y Joan lo encontró más poco acogedor que nunca. Las paredes, los muebles, los cuadros, los espejos, todo rezumaba tristeza. Fue directamente al frigorífico y sacó una Coca-Cola y un par de cubitos de hielo. Cuando volvió a la sala, Pilar le aguardaba sentada en una silla.
–Supongo que lo que ahora te diré te hará daño, pero creo que lo tienes que saber, y lo tienes que saber por mí.
Joan sintió cómo se le secaba la boca. Ya lo sabía, lo que le iba a decir. Hacía tiempo que lo sabía, pero no quería aceptarlo. «No puede ser», se decía, «Pilar no me haría nunca una cosa así.» Era una sospecha cierta, una verdad oculta, una evidencia ignorada. Con un esfuerzo para mantenerse sereno, quiso ahorrarle el mal trago de la confesión y, a la vez, hacerle saber que no estaba del todo en la higuera.
–Hay otro hombre, ¿verdad?
–Sí –admitió ella.
Joan se echó un buen chorro de ron al vaso. La mano le temblaba ligeramente.
–¿Estás enamorada de él? –preguntó, aparentando una tranquilidad que no tenía.
–Sí.
Joan echó un trago largo, casi definitivo. El cubalibre no había tenido tiempo de enfriarse y le hizo un efecto fulminante. Sintió que un calor agradable le llenaba el estómago –vacío desde que Pilar había empezado a hablar– y desde allí se irradiaba hacía todo su cuerpo. Se sentó en el sofá y dejó que el calor llegase al cerebro y le comunicase una sensación placentera, nada en consonancia con la situación que vivía.
–¿Y quién es, si puede saberse? –preguntó, bastante más calmado que minutos antes.
–No creo que sea necesario –dijo Pilar, incómoda.
–Creo que al menos tengo derecho a saber quién me jode la mujer, ¿no? ¿Quizás lo conozco? –el tono cínico de Joan molestó a Pilar.
–No, no lo conoces –dijo ella, secamente.
–Venga, mujer, dímelo –insistió él–. No tengas miedo, no tengo la menor intención de asesinarlo.
Pilar dudó.
–Es…, es el profesor de danza.
Nada más decirlo, se arrepintió de haber cedido a la insistencia de su marido.
–¿El profesor de danza? ¿El cubano? –preguntó Joan con una incredulidad cargada de menosprecio–. ¿No lo dirás en serio?
Pilar reaccionó con violencia.
–No me parece que estés en posición de menospreciar a nadie.
–Te hacía más madura, Pilar –dijo Joan con ganas de herir–. De modo que te has enamorado de un tipo que se gana la vida saltando y exhibiendo paquete ante un grupo de mujeres aburridas.
–¡Eres un cabrón! –estalló Pilar. Y seguidamente en su rostro se reflejó una sonrisa cargada de veneno. –Me he enamorado de un hombre que vale mucho más que el intelectual fracasado con el que he perdido el tiempo todos estos años.
Joan acusó el golpe y la sonrisa socarrona se le heló en los labios. Pilar lo conocía bien y le había clavado el aguijón allí donde más le dolía, sin contemplaciones; al fin y al cabo, él se lo había buscado. Joan apuró el cubalibre y Pilar fue hacia la puerta. Antes de salir del piso, volvió a la sala.
–Voy a buscar a los niños. Espero que sepas comportarte como una persona civilizada y no hagas ninguna escena delante de ellos. Cuando se hayan dormido, hablaremos de nuevo.
Joan se quedó solo en el piso. Ahora, con el segundo cubalibre en la mano, se repetía una y otra vez lo que acababa de decir Pilar. No que se había enamorado, ni que quería separarse de él, ni que lo quería cambiar por un bailarín de tres al cuarto; lo que le obsesionaba era el calificativo de intelectual fracasado que le había arrojada a la cara. Y le dolía porque era cierto. Lo sabía cierto, preciso, abrumador. Y a través de la evidencia de este fracaso se dio cuenta de la lamentable trayectoria de su vida: un continuo de renuncias hasta no quedarle nada, nada. Y se puso a llorar.
Tan solo eran las siete de la tarde, y antes de que Pilar y los niños subiesen, Joan salió de casa.
Quería serenarse y reflexionar, intentar asumir lo que acababa de saber. En realidad, ya hacía tiempo que sospechaba que Pilar lo engañaba, pero una cosa era sospecharlo y otra tener la confirmación. Ahora ya no podía buscar más excusas, tenía que dejar de hacerse el sueco; que su mujer le ponía los cuernos ya era una evidencia ineludible. Había estado confiando en que si, en efecto, Pilar se había liado con alguien, fuese una cosa pasajera, un entretenimiento, como su asunto con Susanna; estaban unidos por lazos demasiado fuertes como para romperlos a la primera de cambio. No podía –en realidad, no quería– imaginarse que Pilar pudiera enamorarse de otro hombre.
Al llegar a la Rambla de Catalunya se puso a llover. Unas gotas grandes, redondas, empezaron a salpicar el asfalto y la gente corría a buscar refugio bajo los balcones o en los portales de las casas. Un motorista sin casco subió al paseo central, abandonó la moto rápidamente y se precipitó hacia una tienda de ropa. Indiferente a los correteos apresurados, Joan siguió rambla arriba, caminando bajo la lluvia que lo calaba.
Intentó imaginarse cómo podía ser su vida sin Pilar y sintió una profunda rasgadura en las entrañas. Hacía doce años que estaban juntos y casi quince que se conocían. Habían tardado un poco en tener hijos porque primero quisieron disfrutar de la mutua compañía sin ataduras. ¡Habían estado tan bien juntos! No acababa de comprender cómo era posible que aquel amor tan apasionado de cuando se conocieron, que los llenaba de felicidad hicieran lo que hicieran, hubiese dejado paso a la indiferencia y al desprecio. Una ola de nostalgia, seguida de un súbito sentimiento de odio hacia su mujer, invadió a Joan. Después de quince años, Pilar lo dejaba por otro hombre. Todos los recuerdos, todas las vivencias juntos quedaban sin ningún valor. Aún peor, se convertían en imágenes dolorosas que le sería imposible borrar de la memoria. Siempre estarían allí persiguiéndole, mortificándole, angustiándole. Era ella quien había decidido renunciar al pasado sin considerar que con este acto lo desposeía también a él. ¡El pasado les pertenecía a los dos, no era justo que ella se lo arrebatara de aquella forma tan brutal! Y todo por un hombre que no debía de valer un pedo. Se había enamorado, ¡mira por dónde!, como si esto lo justificase todo.
–¡Ya puede irse a la mierda! –se oyó decir Joan.
Una pareja con paraguas lo miró y se pusieron a reír.
Era lo mejor que podía pasar, pensó lleno de despecho. No sé por qué he de ponerme así. Ante mí se abre una vida nueva; al fin podré hacer lo que me dé la gana sin tener que preocuparme por nadie más. Se acabó la familia. Los hijos que se los quede, el piso que se lo quede, el coche que se lo quede, que se lo quede todo y me deje en paz. Me iré, adonde sea, a París, a Turquía, a Grecia, a Marruecos; hay infinidad de sitios en el mundo que me esperan. Y escribiré. Por fin podré escribir libre de obligaciones familiares y compromisos sociales. Escribiré sin parar, haré de la escritura una forma de vida y mi voz será fuerte y violenta, lúcida, devastadora. Haré que se arrepienta de haberme cambiado por un bailarín de pacotilla, por un payaso.
Joan volvió a casa completamente empapado y helado, y se puso a dormir en el sofá. Al día siguiente buscaría un sitio para vivir.
Pero al día siguiente se despertó con el cuello irritado y dolor de cabeza; además, se sentía cansado y tenía el cuerpo dolorido. El piso aún estaba totalmente en silencio y de nuevo le asaltó una dolorosa sensación de tristeza. Se levantó, se preparó un vaso de agua tibia con zumo de limón y miel y se tomó una Aspirina. Acto seguido, fue a la habitación de los niños y los contempló mientras dormían. ¿Qué clase de padre era que podía renunciar a sus hijos sin ningún remordimiento? No, no podía. Solo pensar que irían a parar a manos de un canalla que era capaz de robarle la mujer lo sacó de quicio. Nunca, nunca renunciaría a sus hijos. Lucharía por ellos con uñas y dientes. Si Pilar quería irse con un danzarín, que se fuese, pero los niños se quedarían con él.
Salió de la habitación precipitadamente porque notó que iba a estornudar.
La mojadura de la noche anterior había terminado con un ataque de egocentrismo y con el delirio de la redención a través de la escritura. Pero ahora volvía a sentirse abrumado por la situación y solo pensaba en cómo arreglar las cosas. Era preciso hablar de nuevo con Pilar. No podían terminar así. «Me he enamorado y quiero separarme», muy bonito, pero una madre tenía que pensar también en sus hijos, y los hijos eran de los dos.
Por primera vez en mucho tiempo Joan y Pilar quedaron para comer juntos un día laborable. Ella lo hacía siempre en la escuela y Joan allí donde lo llevaban las visitas. Lejos de la reacción airada de la noche anterior, Joan se sentía inflamado por un amor hacia su mujer como hacía años que no sentía. Pensar que la iba a perder le había hecho olvidar de golpe todos los defectos que le encontraba dos días antes y había potenciado las cualidades. Mirándolo bien, Pilar era una mujer atractiva, inteligente, trabajadora, independiente, responsable –al menos hasta ahora–, ahorradora, simpática, cariñosa cuando quería y, según recordaba, activa sexualmente. ¿Qué más quería? Seguro que no encontraría a nadie como ella. Entonces, ¿por qué la había tratado tan mal? Mientras se dirigía al restaurante, en la mente de Joan solo había una idea, acariciada a lo largo de toda la mañana: perdonar y buscar una solución que no significase la ruptura definitiva. Quizás una separación temporal, hasta que se le pasase el capricho del profesor de danza. Porque aquello no era más que un capricho, una idea fija.
–¿Pero no crees que vale la pena volver a intentarlo? –insistía Joan ante la actitud firme de Pilar–. Aunque sólo sea por nuestros hijos…
–No me hagas chantaje con los hijos. ¿Crees que no me hace sufrir hacerles pasar por este trance? Hace semanas que pienso en ello. Primero quise negar la posibilidad de haberme enamorado, no quería aceptarla. Creía que únicamente era una atracción física. Pero solo pensar que no podíamos continuar por mucho tiempo de aquel modo y que llegaría un día en que tendría que dejar de ver a Mario, el mundo se me caía encima…
Joan palideció.
–Por favor, no sigas –le rogó.
–Lo siento, pero es la verdad. Quizás ya es hora de que nos digamos la verdad. Hemos dejado de querernos, Joan. Estamos juntos por la costumbre y por los hijos, pero hace años que nuestra relación está acabada.
–Yo no lo siento así. Aún te quiero, Pilar.
–Tú no me quieres. Si me quisieras no habrías dejado morir nuestro amor como lo has hecho –dijo ella tajante–. Lo que pasa es que te da miedo perder la comodidad de tener una mujer en casa y un coño en la cama cada día, eso es lo que te pasa.
Joan acusó la crudeza de sus palabras.
–Aunque no sé por qué lo has de lamentar –añadió–; para lo que te sirve mi coño…
–¿Quieres dejar de hablar así?
–¡Pero si es la verdad!
–Será tu verdad.
–No me dirás que te lo pasas de maravilla en la cama conmigo.
Lo peor de todo era que tenía razón.
–Todas las parejas tienen sus momentos malos.
–Pero el nuestro hace muchos meses que dura. Hasta diría que años. No sabes los esfuerzos que me costaba aceptar tus caricias antes de cerrarme en banda. Y cuando me penetrabas tenía que pensar en cualquier cosa para poder soportar tus envestidas. Cada noche era un calvario para mí, hasta que dije basta.
Joan no podía ni levantar la copa de vino. Estaba paralizado por aquella avalancha de confidencias que inesperadamente le echaba encima su mujer.
–Y tú en la luna. Sin darte cuenta de nada. Mientras te dejase descargar, ya tenías bastante. Te importaba un rábano lo que yo podía sentir, el porqué de mi frialdad. Eres un egoísta, siempre lo has sido.
Pilar calló y empezó a juguetear con la ensalada.
–¿Por qué no me lo dijiste antes, todo esto? –murmuró Joan.
–¿Me lo preguntaste alguna vez?
No, posiblemente no se lo había preguntado. Se había olvidado de hacer preguntas. La cotidianidad, la costumbre, el hábito y sus propias frustraciones le habían hecho olvidar que convivía con otra persona que podía sentir las mimas frustraciones que él. Sin darse cuenta, había otorgado a su mujer el carácter de objeto, la había convertido en un mueble más del piso, y no había sabido leer en sus actitudes las señales desesperadas de peligro que le lanzaba. Posiblemente todo había sido inconsciente, convertirla en objeto él y rechazarlo ella; pero ahora, que empezaba a tener consciencia de lo que podía haber pasado, era demasiado tarde. Pilar se había enamorado y quería dejar atrás la conflictiva convivencia con él para establecer, ilusionada, una nueva.
Todo esto Joan lo pensó durante el tiempo prudencial que le dio el camarero para que se comiese lo que le había servido. Pasado este tiempo, el camarero intervino.
–¿Quizás no es de su agrado la comida, señor? ¿Quiere que le sirva otra cosa?
–No, no –corrió a tranquilizarle Joan–. Es que no tengo apetito.
–Tengo un conejo estofado riquísimo –insistió el camarero.
–No. Déjelo –lo cortó Joan, que si para algo no estaba en aquellos momentos era para conejos, ya fuesen estofados o de cualquier otra forma.
Después de lo que se habían dicho durante el primer plato, la comida fue silenciosa. Pilar aún hizo buen papel ante el rape a la marinera que había pedido, pero Joan pasó directamente al café, que en el último momento cambió por un cubalibre.
–Así que estás decidida –volvió a insistir.
–Sí. Creo que es lo mejor para los dos. Ya nos hemos hecho bastante daño estos últimos meses, y si puede arreglarse algo, vale la pena intentarlo.
–¿Pero qué se arreglará separándonos? Nada.
–Nuestras vidas. Tenemos que intentar vencer esta amargura que nos consume. ¿No te das cuenta de que esto no es vivir, que hemos perdido todas las ilusiones, que hemos envejecido antes de tiempo?
–Los hay que están mucho peor –se atrevió a decir Joan.
Pilar lo miró furiosa. No lo entendía, o era que no lo quería entender.
–Allá ellos. Yo no quiero morir con la sensación de haber malgastado mi vida.
–¿Vivir conmigo y nuestros hijos es malgastar la vida?
–Tal como vivimos, sí. Ya no te amo, Joan, y no puedo vivir sin amar.
Ya no te amo. Joan sintió cómo aquella frase se le clavaba en el cerebro y provocaba un mensaje de desesperación que se transmitía a cada célula de su cuerpo. El sobresalto emocional alteró su centro de regulación térmica y empezó a sentir alternativamente calor y frío con segundos de intervalo. «Es la gripe», se dijo para tranquilizarse, y esperó unos minutos a que se le pasase la alteración psicosomática.
Cuando habló de nuevo, Joan se había dado por vencido.
–Entonces, ¿qué quieres hacer?
–Buscaré un piso y me iré de casa.
–¿Y los niños? –preguntó Joan con un nudo en la garganta.
Pilar dudó.
–Estableceremos un régimen de estancias.
–Quieres decir que nos los iremos pasando como una pelota.
Pilar calló. Joan agitó los cubitos en el vaso de cubalibre y se lo llevó a los labios. Como un destello de flash de pronto recuperó la visión egocéntrica de la noche anterior y la antepuso al dolor profundo que sentía por lo que le estaba pasando. El tono de voz, la mirada, el gesto, todo le cambió de golpe.
–No, seré yo quien se vaya de casa. No podría soportar tu ausencia. Y que los niños se queden contigo. Creo que es lo mejor. Yo, la verdad, es que no sabría qué hacer con ellos… Quizás más adelante, cuando esté instalado en algún sitio puedan estar conmigo algunos días…
Hubo una pausa.
–Solo te pido una cosa –continuó.
Pilar estaba desconcertada por el cambio de actitud y por la serenidad con que planteaba las cosas después de lo que le había costado aceptar los hechos.
–¿Qué?
–Que no metas enseguida el bailarín en casa. Querría que te asegurases de que se trata de una relación estable antes de que los niños lo vean como mi sustituto.
–No es tu sustituto –protestó Pilar.
–Bueno, llámalo como quieras. No quiero discutir ahora por esto. Hoy ya nos hemos dicho bastante.
Joan se terminó el cubalibre y Pilar el café.
–¡Ah! El coche me lo quedo yo. Lo necesito para trabajar. Y más adelante también me llevaré los libros… Lo demás puedes quedártelo tú. El dinero…
Pilar se sentía incómoda. Quizás era porque el desenlace se precipitaba a una velocidad que no tenía prevista y la pillaba emocionalmente por sorpresa.
–Ya lo hablaremos…
–No. Prefiero hablarlo todo ahora –insistió Joan–. Quiero irme de casa lo antes posible. Mañana mismo si puedo.
Pilar asintió con la cabeza.
–El dinero que quede en la libreta de ahorros después de instalarme, nos lo repartiremos. ¿Te parece bien?
–Sí.
–Y cada mes te pasaré una cantidad para los niños. No sé cuánto. Todo lo que pueda. Ya sabes que esto del vídeo aún no me va muy bien. Y los vendré a buscar algún fin de semana para llevarlos al cine y a merendar. Y…
Ahora fue Pilar la que sintió vaciársele el estómago poco a poco. Un velo húmedo le cubrió los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Tampoco le salían las palabras y solo iba diciendo que sí con la cabeza. A pesar de que las cosas tomaban la orientación que ella deseaba con mucha más serenidad de la que hubiese podido imaginar, la materialización de la ruptura no dejaba de dolerle. Eran casi quince años de su vida con aquel hombre, del que se estaba despidiendo, y no podía evitar sentir un desgarro profundo en su interior, como si le estuviesen extrayendo un órgano con anestesia local. Quizás el órgano estaba enfermo y era preciso quitarlo, pero eso no evitaba el shock traumático de la intervención.
–Antes de que te vayas sería conveniente hablar con los niños y tratar de explicarles lo que está pasando, sobre todo a Judit, que ya puede entenderlo –apuntó Pilar con un hilo de voz, cuando salían del restaurante.
–Bueno. Podemos hacerlo esta noche.
–Tampoco hace falta ir tan deprisa…
Joan miró a su mujer un poco desconcertado.
–¿Pues cuándo lo quieres hacer? Ya te he dicho que, si puedo, me iré mañana.
Pilar estaba confusa. Sin saber por qué, mientras Joan se fortalecía ante la situación, ella se iba debilitando. De pronto dejó caer dos lágrimas que arrastraron partículas negras de rímel mejillas abajo.
–¿Pero qué te ocurre ahora? ¿No es esto lo que quieres?
Pilar empezó a sollozar y sin decir nada más dio media vuelta y se puso a caminar. Joan la siguió.
–¿Pero adónde vas?
Cuando la alcanzó, le pasó un brazo por el hombro para atraerla hacia él en un gesto de consuelo, pero ella lo rechazó.
–Déjame. Ya se me pasará.
Joan retiró el brazo. Si le dolía tanto, quizás había alguna posibilidad de detener el hundimiento.
–Si quieres, esta noche lo hablamos de nuevo… Quizás valdría la pena planteárnoslo todo con más calma… Darnos otra oportunidad… –apuntó Joan con un destello de esperanza.
Ella negó con la cabeza.
–No, no saldría bien… Yo… Es que los niños…
No sabía qué decir, toda ella era un lío de sentimientos que la angustiaban. Pensaba que estaba haciendo lo que tenía que hacer, y al mismo tiempo no podía evitar sentir una profunda sensación de culpa. Era ella quien privaba a sus hijos de su padre, ella la que quería a otro hombre, ella la que había estado engañando todos aquellos meses, la que deshacía la familia… Pero por otro lado, se sentía incapaz de renunciar al amor para seguir como hasta entonces. Acabaría enloqueciendo. ¡Oh, Dios! ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil? ¿Por qué ligado al amor tenía que haber tanta desgracia? ¿Era lícito intentar rehacer una vida a costa de tanto dolor? Todos estos pensamientos bullían en la cabeza de Pilar y le impedían razonar y serenarse. ¡Tantas veces como lo había meditado! ¡Tanto que lo había hablado con Mario y con Carmen! Tan claro que lo tenía, y ahora se derrumbaba.
–¿Quieres que te acompañe a alguna parte? –preguntó Joan, completamente deshecho ante aquella reacción de su mujer.
–No, cogeré un taxi para ir a la escuela. Gracias.
–Pero no puedes ir a trabajar así.
–Ya se me pasará… Me irá bien distraerme… Solo son dos horas… –y se frotó las mejillas con el dorso de la mano para secarse las lágrimas. Con esta acción, el rímel se extendió aún más por su cara.
En aquellos momentos pasó un taxi y Pilar lo paró.
–Adiós. Hasta la noche –se despidió mientras subía.
–Toma, límpiate la cara. La llevas manchada de rimel –dijo Joan. Y le tendió un pañuelo de papel arrugado que llevaba en el bolsillo.
El taxi arrancó y Joan vio cómo se alejaba por la calle de Balmes. Cuando lo perdió de vista, empezó a caminar. Se sentía débil y abatido por la tensión de la comida, y quizás también porque no había probado bocado. La visión de toda una tarde por delante con el estómago vacío le hizo volver atrás y entrar de nuevo en el restaurante. Se sentó en la misma mesa en que había estado y llamó al camarero.
–Mire, tráigame aquel conejo que me ha ofrecido antes.
El camarero sonrió, divertido por un comportamiento tan extraño, y se retiró hacia la cocina.
Joan se quedó solo ante los restos de la batalla: la copas vacías, la taza de café, la botella de agua mineral, el vaso del cubalibre, las servilletas arrugadas, las migas de pan, un par de manchas en el mantel… Quizás hubiese tenido que haber hablado de Susanna a Pilar; puestos a sincerarse… Quizás hasta habría sido positivo introducir este dato que, según como se mirase, lo revalorizaba… O quizás no, vete a saber; quizás todavía habría añadido más leña al fuego. Tal como estaban las cosas, quizás fuera conveniente suspender las clases… O quizás no, al menos el cuerpo de Susanna era una certeza donde agarrarse…
El camarero con el conejo puso fin a las dudas de Joan, que se abalanzó sobre el oloroso guiso y por unos minutos se olvidó de todo.
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