Lecturas de verano

Hacía tiempo que no devoraba una novela como he hecho con Los dioses de la culpa, de Michael Connelly. La verdad es que este verano no he tenido acierto con las lecturas. Empecé releyendo a Stendhal por culpa de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que tiene un pequeño ensayo sobre el escritor francés. Pero tanto La cartuja de Parma como Rojo y negro me cansaron. Y no es que no encontrara páginas realmente brillantes, que saboreé con gusto, pero el conjunto me decepcionó. Este amor apasionado que mueve a los protagonistas y les hace emprender acciones inverosímiles no resiste el paso del tiempo y, leído ahora, el realismo de Stendhal se percibe penetrado por los arrebatamientos desquiciados que pondría de moda el Romanticismo pocos años más tarde.

 Tras leer a Stendhal me quise relajar con Jo Nesbø, pero también acabó cansándome. Había leído El heredero hace dos años y me gustó. El verano pasado leí Cucarachas y, mira, no está mal. Y este julio saqué de la biblioteca de Can Picafort El murciélago, que es la primera de la serie del inspector Harry Hole —Cucarachas es la segunda. En ambas novelas Nesbø repite un esquema narrativo idéntico. El protagonista es situado en un país diferente al suyo y el relato policíaco se rellena de anécdotas y peculiaridades culturales del lugar que visita. Si en Cucarachas el país era Tailándia, en El murciélago es Australia. Algunas curiosidades sobre los marsupiales y la cultura de los aborígenes australianos nos ilustran durante la lectura a la manera de pequeños recuadros informativos de guía turística. De momento creo que ya he tenido suficiente Nesbø.

He leído —al menos lo he intentado— un par de cosas más de las que prefiero no hablar por discreción corporativa. En pleno desencanto lector, un amigo me recomendó John Connolly y Michael Connelly. De Connolly no tenían nada en la biblioteca, y de Connelly, solo Los dioses de la culpa. Y La sequé en préstamo.

Michel Connelly es un reputado escritor norteamericano de novela negra del que desconocía la existencia hasta ahora a pesar de haber visto una de las adaptaciones cinematográficas de sus novelas. Y es que, tras haberme despertado el interés de muy joven, momento en que leí a la mayoría de los clásicos del género, luego no he sido un seguidor fiel de las aventuras de detectives, inspectores y periodistas arrojados, y solo he leído ocasionalmente a algunos de los autores contemporáneos más sonados, como John Grisham, Andrea Camilleri o nuestro entrañable Vázquez Montalbán. Se puede decir que abandoné el escenario del crimen para dedicarme a explorar otros escenarios.

En Los dioses de la culpa (The Gods of Guild, 2013) Connelly recurre a su personaje Mickey Haller, un abogado que ejerce su actividad en un Linclon Town Car y arrastra la mala conciencia de tener una clientela tan poco selecta que le ha costado que su hija le abandone y le retire la palabra. En estas circunstancias y en plena crisis económica, a Haller se le presenta la oportunidad de defender un caso de asesinato, y lo acepta. Cuando empieza a investigar comprueba que la víctima era una antigua clienta suya y, entonces, todo se lía, como era de esperar.

Los dioses de la culpa se mueve dentro de los parámetros habituales de un thriller legal, en el que un abogado y su equipo actúan para descubrir el verdadero autor de un delito que se le atribuye a su cliente. Hasta aquí nada de particular. Pero si aceptamos los parámetros del subgénero, en el que me introduje de muchacho de la mano de Erle Stanley Gardner y de su inefable Perry Mason, presente en la reducida biblioteca familiar, junto con Agatha Christie y James Oliver Curwood, éste último, autor de westerns; como digo, si aceptamos la puesta en escena típica sin prejuicios, nos encontraremos con un relato bien urdido, que se desliza con agilidad y sin divagaciones perturbadoras hasta el final y que deja un buen sabor de boca porque todo acaba como se veía venir. Y no diré cómo.

Como referencia para situar a Michael Connelly diré que, en el año 2002, Clint Eastwood adaptó para el cine su novela Blood work (1998) con el mismo título —aquí se estrenó como Deuda de sangre—, y en el 2011, Brad Furman llevó a la pantalla The Lincoln Lawyer (2005), en la que el actor Matthew McConaughey encarna a Mickey Haller —aquí la película se tituló El inocente.