Agosto ha pasado como una exhalación. Sobre todo a partir de las lluvias de mediados de mes. Tres días de cielos nublados, tronadas y chaparrones intermitentes que abatieron el rastrojo y empaparon la tierra. El campo desprendía un olor intenso a paja mojada y el verde de las hojas adquirió brillo de primavera. El huerto revivió y empezó a producir berenjenas, pimientos, tomates y calabacines a un ritmo que superaba el nuestro de consumo. Llenamos la nevera de hortalizas y nuestros amigos de Can Picafort se beneficiaron de la sobreproducción.
Como dijo Tomeu, el huerto es una apuesta incierta; nunca se sabe cómo irá. Tú haces siempre lo mismo: aras la tierra, la abonas, plantas las plántulas, las riegas con idéntica intensidad y frecuencia; y él hace lo que le da la gana. Un año van bien los melones y los tomates; otro, las sandías y los calabacines… El año pasado, por ejemplo, las berenjenas nos fueron fatal; tuvimos pocas y raquíticas. Este año, en cambio, hemos tenido que recurrir a los recetarios de cocina para poder ampliar la forma de consumirlas. ¡Y eso que la cocina mallorquina ya ofrece bastantes alternativas! Y a las berenjenas rellenas, a la granada, a la escalivada y al “tombet”, hemos añadido la musaca, las croquetas de berenjena y el pastel de berenjena con queso azul.
Este año lo que nos ha fallado han sido los melones. La granizada de junio estropeó la primera cosecha y luego hemos tenido pocos y poco gloriosos. Además, por descuido, Isabel solo sembró de “piel de sapo”, que maduran más lentamente y son menos productivos que otras variedades como los galia o los marina. Suerte que Miquel, nuestro vecino payés, de vez en cuando nos ha traído un par de melones amarillos, que han sido miel.
Tras las lluvias ha vuelto a hacer calor, aunque no tanto como antes. No obstante, con las canículas de julio los almendrucos se han secado pronto y hemos empezado a varear las almendras casi dos semanas antes de lo habitual.
El agosto ha sido un mes de gran actividad social. Empezamos con los conciertos de jazz de Sa Pobla, una cita sagrada para Isabel, que tiene una rama “poblera” y conoce a medio pueblo, y han seguido comidas, cenas y caminatas con baño incluido con parientes, amigos y conocidos. Hubo una semana que cada noche teníamos una cena en un sitio u otro y, uno de los días, también una comida de paella en Can Gabella, a la que tuvimos que renunciar por temor a una indigestión.
A mí, tanta actividad social me agota y acabo poniéndome de mal humor. Esto me ha comportado cierta fama de malsufrido, que acepto con resignación. La verdad es que me gustaría no tener esta limitación; me gustaría ser amable y paciente con todo el mundo y en todo momento y satisfacer sus iniciativas, emanadas del afecto y la consideración. Pero no puedo, llega un momento que siento que la fiesta me disuelve y las conversaciones me aturden y, entonces, me repliego en mí mismo y me impaciento. Ante eso, trato de limitar mi asistencia a las convocatorias colectivas con el riesgo de que alguien se ofenda y alimentar mi mala fama. Me sabe mal, pero nadie es perfecto, y parece ser que yo especialmente.
Agosto también es el tiempo de los higos, al menos de los nuestros, que son tardíos y no acostumbran a madurar hasta la segunda quincena de mes. Sin embargo, este año también se han avanzado y llevamos todo el mes comiéndolos. Hay infinidad de variedades de higueras en Mallorca; según Miquel, las nuestras son “de la roca”, y dan unos higos redondos, no muy grandes y muy dulces. Las dos higueras que tenemos junto a la casa las plantó el abuelo de Isabel hará cosa de unos ochenta años y desde hace un par no van muy bien. Debe de ser cosa de la edad; quizás, como las personas, a partir de los ochenta las higueras también empiezan a ir tirando solamente.