Noticia de Son Bauló

Necesitaba un descanso. En los últimos tres meses, los conflictos derivados de la gestión de los pisos habían ido alimentando una inquietud que acabó desembocando en un estado de ansiedad que hacía mucho tiempo que no sufría. No es que viviese un problema grave que me trastornase de forma súbita, sino que fue un cúmulo de incidencias, cuya resolución me apartaba del propósito de escribir y me iban haciendo acumular frustración. Cuando no era una cosa era otra, pero me he pasado muchas horas en salas de espera de organismos municipales, telefoneando, pidiendo presupuestos, entrevistándome con técnicos y administradores, reuniéndome con copropietarios, asumiendo sus necesidades y buscándoles solución. Al final caí en una especie de desesperación que me hacía ver cualquier compromiso, incluso el más insignificante, como una obligación insoportable. Vivía en una tensión permanente que sabía absurda e insana y, a pesar de ello, no podía liberarme de ella. Dormía poco y mal, y tuve que recurrir a los ansiolíticos.

Por fortuna llegó Semana Santa y fui a Mallorca.

En Son Bauló los almendros habían dejado atrás la florida de finales de febrero y ya tenían hojas y almendrucos. Las matas de margaritas, tan feas en verano, estaban exuberantes; los lirios y los geranios ya lucían flores, y gladiolos silvestres, crisantemos, cerrajas y caléndulas salpicaban de rosa, blanco o amarillo un campo cubierto de hierba verde y brillante. En el huerto, las habas y los tirabeques tenían fruto, y las alcachoferas, flor. Las ovejas de Miquel que pastaban por la finca habían parido corderos, que corrían por el cercado tras las madres balando como bebés. Encontrarme con todo esto fue un shock sedante e inmediatamente me planteé las tareas que era preciso emprender para borrar los últimos rastros del invierno, preparar los frutales para la primavera y convertir el herbazal que rodeaba la casa en un jardín.

Aquella misma tarde me puse a ello. Y durante quince días he segado, he podado, he cavado, he pasado el motocultor, he abonado los frutales y los he fumigado, he rociado de herbicida el camino de grava, he arrancado malas hierbas, he vaciado y vuelto a llenar los depósitos de compost, me he pinchado recortando los palmitos, he pasado la desbrozadora por márgenes y rincones y he cortado leña con la motosierra. Con Isabel hemos asado caballas y costillas de cordero en la barbacoa, hemos cogido espárragos silvestres, hemos cocido “panades” en el horno de leña, hemos caminado por las Muntanyes d’Artà, hemos montado el huerto para el verano, y, por las noches, hemos jugado a las cartas mientras escuchábamos música arrimados a la estufa. Y todo esto me ha curado. No fue enseguida. Tardé una semana en sentir los efectos sanadores de una existencia esencial, libre de las presiones y angustias urbanas, lejos de las aglomeraciones, concentrado únicamente en simples acciones físicas de resultados inmediatos realizadas en la soledad y el silencio del campo. Durante estos días no he telefoneado, no me he conectado, no he escrito ni una línea y apenas he leído; no he hecho nada de lo que hago en Barcelona; tan solo comía, dormía y trabajaba hasta la extenuación en el mantenimiento de la finca.

Confío que, de vuelta a la ciudad, esta serenidad adquirida me dure al menos hasta el verano.