Noticia de Son Bauló

El trempó de Jaume

Está siendo un verano extraño. Por fuera todo es igual que siempre: el sol, el calor, el huerto y sus productos, el jardín y los frutales sedientos, los baños en la piscina o el mar, los atardeceres en Can Picafort…; pero por dentro me he sentido acongojado por emociones intensas y dolorosas desde el principio: la hospitalización y la muerte de Vicenç, la ruptura con Tomeu, los atentados de Barcelona y Cambrils… Todo se ha ido encadenando en una secuencia que abarca desde que llegué, a finales de junio, hasta ahora casi sin darme respiro y tiñendo los días de tristeza, decepción y desconcierto. Y muchas noches me descubro preparando el trempó de la cena con desgana y con la cabeza lejos de una tarea que habitualmente hago con gusto y concentración.

El gusto por el trempó y su preparación me lo inculcó Jaume, el padre de Isabel. Jaume salía cada mañana a pescar en su pequeño laúd y a menudo invitaba a alguien a acompañarlo. Entonces, para desayunar preparaba un trempó delicioso, que solía complementar con rebanadas de pan moreno, sobrasada y queso. Era su homenaje a los invitados, que a veces se mareaban y no podían hacerle los honores. ¿Qué tenía el trempó de Jaume que lo hacía tan especial? Él. Su abnegación en levantarse a las siete de la mañana para ir a buscar el pan de la primera hornada; su paciencia en pelar los tomates y trocearlos junto con la cebolla y el pimiento tan menudos tan menudos que apenas tenías que masticar; su generosidad en aliñarlo con un buen chorro de aceite de oliva; y sobre todo, su bondad, que lo impregnaba todo. El trempó de Jaume era él mismo, y comido en la bañera de la barca vigilando las cañas por si picaba un serrano o un raspallón tenía todo el sabor de la amabilidad y la camaradería afectuosa.

En las celebraciones también era él quien preparaba el trempó a su manera exquisita, aplicándole los cinco sentidos y dedicándole un tiempo que nadie más le dedicaba. El resultado siempre era espléndido, y una comida tan sencilla como un trempó, que solo tiene tomate, cebolla y pimiento aliñados con aceite y sal se convertía en una delicia. Claro que salvo el aceite y la sal, lo demás era de su huerto, al que dedicaba todas las tardes de verano, desde las seis y media hasta las ocho y media. Aún me parece verlo con un mono azul y un sombrero de paja deshilachado, moviendo mangueras y tubos de riego, levantando matas y recogiendo tomates, berenjenas y pimientos. Y siempre atento al reloj, porque si regresaba tarde, Francisca lo reñía.

De Jaume aprendí que hacer un buen trempó puede ser una tarea casi alquímica, que pide paciencia, concentración y serenidad de espíritu. Desde entonces procuro hacerlo siempre así, y he de confesar que mis trempons cada vez se parecen más a los suyos. Están bien troceados y son jugosos. Quizás aún les falta un poco de bondad. Pero estoy en ello y seguramente con los años consiga igualarlos.