Por el Prepirineo. Muntanya d'Alinyà

De Perles al Roc de Galliner y regreso a Perles por Alinyà

Son las 6 h de la mañana y Natxo me pasa a recoger después de haber cargada a Fèlix. La coincidencia de mal tiempo los fines de semana y los compromisos de cada uno nos ha impedido salir a caminar juntos hasta este último sábado de abril. Nos dirigimos a Perles, una pequeña aldea del municipio de Fígols i Alinyà, en el Alt Urgell. La intención es subir al Roc de Galliner, una cumbre menor del Prepirineo de 1.632 m. A mí, este Prepirineo calcáreo, abrupto y rocoso, con riscos, cañones y pequeños valles, me gusta especialmente. Encuentro que ofrece un paisaje muy diverso, con bosques y pastos, masías aisladas y pequeños núcleos rurales instalados en el fondo de los valles y en los rellanos soleados, de una gran riqueza cromática. En este aspecto lo prefiero al Pirineo axial, mucho más majestuosos, pero más monótono en cuanto a formas y colores, especialmente en invierno.

Llegamos a Perles (780 m) a las 8 h y aparcamos junto a la iglesia de Sant Romà. Tan solo hace una hora que ha salido el sol y las sombras aún son intensas y hace fresco. Tomamos por un sendero que parte del otro lado de la carretera y empezamos a subir hacia el collado de la Roca de Perles (893 m); desde allí bajamos al valle del río Nidola y a la altura de la casa abandonada de Cal Penya (720 m) iniciamos de nuevo la subida, que ya no dejaremos hasta el Cap del Roc Galliner. El sendero está señalizado con hitos y es fácil de seguir.

Pasadas las 10 h nos detenemos a desayunar. Estamos por encima de los riscos del Cap de les Roques, en un paraje que el plano de la Alpina denomina Boïgot de l’Herba. Desconozco lo que significa boïgot; lo busco, y veo que viene de boïga; como sigo en la ignorancia, miro qué es una boïga, y me encuentro que es una artiga en la cual se emplean los boïcs como abono. Es decir, estamos en un lugar que en algún momento del pasado el payés desbrozó, hizo montones de leña seca y matorral, los cubrió de tierra y los quemó ―los boïcs―; seguidamente, esparció las cenizas. Un faenón. Dos buitres salen de algún punto por debajo de nosotros y, aprovechando las primeras corrientes térmicas del día, ascienden en giros elegantes por encima de nuestras cabezas. Nos estamos un buen rato contemplándolos. Seguramente ellos también nos contemplan a nosotros y se preguntan qué diantre hacemos allí arriba. Les hago algunas fotos que no me salen bien. Con en tele, no acierto a encuadrarlos cuando pasan por encima de mí con las alas desplegadas. Lo dejo correr y me termino el bocadillo.

Nuestro objetivo es bien visible, pero todavía tenemos que recorrer 4 km y subir 400 metros para alcanzarlo. El sendero sigue bien marcado hasta la fuente de la Masieta, que lo perdemos en un antiguo campo de patatas, en el que aún se conservan los hoyos en donde se guardaban una vez recogidas. Estas patatas tardías de montaña tienen fama de ser muy sabrosas; en la comarca las llaman trumfos.

Como no encontramos ningún sendero que atraviese el bosque, optamos por desplazarnos a la derecha y subimos por la arista hasta alcanzar la primera cima. Entonces, medio trepando, recorremos la línea de cumbres hasta el Cap del Roc Galliner. La cima es tan discreta y abrupta que no ha merecido ser distinguida con ningún atributo especial; de modo que no hay pilones, ni cruces, ni placas que nos indiquen que estamos en el punto culminantes de nuestro recorrido. Discutimos sobre qué roca es la más alta y, a fin de eliminar cualquier duda, recorremos toda la cresta.

Descendemos por el bosque de pinos sin miramientos y en diez minutos estamos en el Coll de Durau. ¡Tanto que nos ha costado subir! Un poste indicador nos informa sobre la proximidad de un dolmen, y vamos a verlo. Regresamos y tomamos la pista que pasa por el Coll de Maçana y nos lleva al collado de la Nou. Desde aquí vemos la parte alta del valle de Alinyà, con los caseríos de la Raval, l’Alzina d’Alinyà y la Vall del Mig distribuidos por las pendientes de la montaña; de fondo tenemos el espectacular anticlinal de la Roca de la Pena, con los estratos calcáreos que describen un arco perfecto. En ejemplo de manual de una estructura geomorfológica de plegamiento.

Seguimos por la pista y a unos trescientos metros más adelante encontramos un sendero a la derecha que nos llevará hasta Alinyà por el collado del Cós. De hecho, el término de Alinyà no tiene un núcleo definido, sino que se trata de pequeños grupos de casas esparcidos por el valle; las casas que se agrupan alrededor de la iglesia parroquial de Sant Esteve son las que constituyen el núcleo principal. Comemos en Cal Celso, que además de restaurante tiene también habitaciones, y con ánimos renovados emprendemos el regreso a Perles por el camino viejo.

La subida a la ermita de Sant Ponç en plena digestión es pesada y nos la tomamos con parsimonia. La ermita está emplazada al pie de una roca en la que, según la voz popular, había habido un castillo. Subimos a ella. La vista es magnífica ―lástima del día tan poco claro―, pero del castillo, ni rastro. Lo que sí que hay son garrapatas, que aprovechan que nos tumbamos en la hierba para dar una cabezada para asaltarnos. Cuando nos levantamos, yo me sacudo dos de los pantalones y Natxo otra de la cabeza. Por fortuna ya le queda muy poco pelo y ha sido fácil de localizar. Nos examinamos los unos a los otros como monas espulgándose.

El descenso hasta Perles por el collado del Portell y Els Clotassos se nos hace largo. Llevamos unos quince quilómetros y más de mil metros de desnivel acumulado en las piernas y ya tenemos suficiente por hoy. Llegamos al coche pasadas las seis de la tarde, nos refrescamos en la fuente, y partimos en dirección a Organyà, que Natxo quiere llenar la despensa con embutidos de Ca n'Obach, chacineros desde 1915.