Por la Serra de Tramuntana

Por Todos los Santos estuve en Mallorca. Allí no tienen la costumbre de hacer la castanyada ni de comer panellets, pero este día, en Palma, es tradición que los padrinos regalen a los ahijados pequeños un rosari ensucrat, que consiste en una hilada circular de golosinas con una roncha de calabaza azucarada, y los chiquillos lo pasean colgado del cuello. Mientras Maria era pequeña, había visto en alguna ocasión que estaba en Palma este día que Isabel le regalaba el rosario de caramelos, bombones y gominolas. Ahora, que María ya tiene veinte años, Isabel sigue la tradición con Pau, su sobrino, quien al punto de tener el rosario en sus manos, procedió a desmontarlo y a zapárselo sin demora. Ni tiempo hubo de hacer la foto de recuerdo. 

El día de Todos los Santos, Maria Rosa y Joan nos invitaron a comer en su casa, en Puigpunyent, y es habitual que antes de sentarnos a la mesa para hacer honores a la cocina de Joan hagamos una caminata por los alrededores de este pueblo de la Serra de Tramuntana, a 16,5 kilómetros de Palma. En esta ocasión el lugar elegido fue Sa Campaneta, una posesión a pies de las montañas de los Puntals de Planícia convertida, como tantas otras, en agroturismo.

A las 11 h nos reunimos en casa de Maria Rosa y Joan con Dolors y Toni e iniciamos la caminata. Más bien es una hora para ir a tomar un vermut a la plaza que para salir de excursión, pero con Isabel es difícil empezar antes. Atravesamos Puigpunyent y tomamos el antiguo camino de Estellencs, que pasa junto a Son Fortesa, una posesión magnífica, que a mediados del siglo XIX llegó a reunir 842 cuarteradas —cada cuarterada tiene 7.103 m². La mansión corona una serie de bancales escalonados protegidos por unos muros de piedra en seco formidables. Joan me hace notar que por el interior del muro que da al camino pasan dos canales de agua, a distinto nivel cada uno. 

Vamos subiendo y llegamos a Sa Teulera, un antiguo horno de tejas, en donde nos detenemos a comer un poco. Hace un día espléndido y caminamos en mangas de camisa. La ascensión continúa y nos introducimos en un encinar calado de luz en el que vemos varias eras de carbonera con la barraca del carbonero al lado. Los brezos están floridos, los madroños, en fruto, y las encinas lucen bellotas a punto de madurar. Pasamos muy cerca de la casa payesa medio derruida de Sa Muntanya. Todo esto formaba parte —y no sé si aún la forma— del dominio de Son Fortesa, al que tenemos que añadir la fuente y el edificio de S’Ermita, totalmente en ruinas, que dejamos a la derecha sin que nos acerquemos a él.

Y finalmente llegamos a la cabecera de la hondonada que abre el torrente de Sa Parra y que hemos estado siguiendo. Para hacer una fotografía, altero la paz de una pareja alemana que toman el sol tumbados sobre una roca; me excuso y regreso al camino para contornear por el sur el Puig de Sa Parra y entrar en el pequeño valle de Sa Coma, donde está Sa Campaneta. Estamos en el punto más alto del recorrido —631 m—; a partir de aquí descendemos hasta enlazar con la pista que lleva a la posesión desde la carretera de Puigpunyent a Esporles. Giramos a la izquierda, hacia la casa, y pasamos junto a los cultivos en terraza de frutales y olivos. Entre los frutales hay un par de aguacateros con los aguacates colgando. Unos excursionistas que nos adelantaron al inicio del recorrido y que están de vuelta nos advierten que el acceso a la casa está cerrado, y nos detenemos en la Font des Pi.

De regreso, retrocedemos por la pista hasta la carretera, y la seguimos tomando atajos señalizados hasta llegar a Puigpunyent. En total, 12,5 km y unos 400 m de desnivel que hemos hecho en poco más de cuatro horas. No es ningún record, pero es que el ritmo de Isabel, Maria Rosa y Dolors era de procesión de Semana Santa. Eso sí, se han puesto al corriente de todo lo acontecido en sus vidas, en Mallorca y en el mundo desde la última vez que se vieron. Y es que no se han detenido de hablar, lo que hace su caminata mucho más meritoria que la nuestra —la de Joan, Toni y yo—, que solo hemos hecho que andar y andar sin apenas decirnos nada. Una ilustración más del lugar común que asegura que ellas pueden hacer más cosas a la vez que nosotros y que, con los años, voy comprobando que es muy cierto.

La caminata nos abrió el apetito y nos sentamos a la mesa dispuestos a disfrutar del menú que nos había preparado Joan, que consistió en un aperitivo de coca de pebres —pimientos— y una bandeja de banderillas de boquerones con envinagrados, regado con cava, y como plato fuerte, una greixonera —cazuela— de verduras al perfume de bacalao. Perfumar las verduras con el bacalao, que tan bien queda en una carta de cocina contemporánea, en el caso de Joan fue algo accidental, ya que por circunstancias que no vienen al caso, la mayor parte del bacalao del guiso fue a parar a la mesa de los vecinos. No obstante, tengo que decir que, además de reírnos del incidente, saboreamos la receta con verdadero entusiasmo y, al ser un plato bastante ligero, repetimos hasta agotarlo. De postre, un surtido de helados completó la fiesta.