Por la Sierra de Albarracín

Las dolinas de Griegos y Villar del Cobo

Esta vez Natxo, Fèlix y yo elegimos la Sierra de Albarracín como destino de la salida de la Segunda Pascua. Este conjunto de montañas y mesetas, que se reparte entre las provincias de Teruel, Cuenca y Guadalajara, forma parte del Sistema Ibérico y, a pesar de que no alcanza alturas considerables —la cota máxima es de 1.936 m en el Caimodorro—, es un importante nudo hidrográfico peninsular. De allí proceden las primeras aguas de ríos como el Tajo y su afluente, el Gallo, el Guadalaviar, que en Teruel, al unirse con el Alfambra, pasa a llamarse Túria, el Júcar, el Cabriel y el Jiloca, un subafluente del Ebro.

Aunque hay sectores en donde afloran materiales geológicos del Paleozoico y de principios del Mesozoico, la mayor parte de la Sierra de Albarracín está constituida por calizas y dolomías de los períodos Jurásico y Cretácico, plegadas durante la orogenia alpina; en consecuencia, abundan los modelados kársticos y los relieves abruptos como resultado del encajonamiento de los cursos de agua en los materiales duros. Todo esto proporciona un paisaje en el que se combinan mesetas suavemente onduladas, surcadas por sierras redondeadas cubiertas de bosques, pequeños valles de fondo llano con cultivos y pastos, y barrancos. El conjunto montañoso de Albarracín es, pues, variado y sorprendente, de una belleza ruda, acentuada por un clima extremado.

De entre todos los parajes que he visitado durante los seis días que hemos transitado por pistas y sendas, gozando de una naturaleza áspera y austera, como la poca gente que la habita, el que más me ha impresionado ha sido el de las dolinas de Griegos y Villar del Cobo. El descubrimiento de aquellas depresiones circulares inmensas me emocionó por su perfección y belleza, y si no fuese porque conocía su génesis, quizás habría pensado que estaba ante la obra de un artista grandioso en genio y figura, como si Polifemo se hubiese dedicado al land-art y hubiese elegido aquella vertiente de montaña para plasmar sus obras.

Pero no, las dolinas de Griegos y Villar del Cobo no son obra de un cíclope genial, ni el impacto de meteoritos, ni el misterioso rastro de una visita interplanetaria, sino el resultado de un proceso de disolución de la roca caliza con el agua de la lluvia durante centenares de miles de años allí donde posiblemente el hundimiento del subsuelo había provocado una depresión, o simplemente, allá donde, de inicio, había una sima, es decir, un agujero por el que se alimentaba un sistema de cavernas y circulación de agua subterránea. 

Las dolinas son uno de los modelados más característicos en los terrenos calizos, y junto con los lapiaces y los poljes constituyen lo que los geógrafos y geólogos denominan morfología kárstica. Aquí el único artista es la naturaleza y nosotros nos limitamos a poner nombre a la obra y a estudiarla para mirar de comprender el lugar donde vivimos. Eso es lo que me sedujo de la Geografía y me hizo elegirla hace casi cincuenta años como estudios universitarios, su propósito de instruirte en el lenguaje de la Tierra, su voluntad de construir el vocabulario del planeta.