Recordando a Magda

(En memoria de Magda Rodríguez Naqué)

El sábado por la mañana me dieron una mala noticia. Magda, la Magda de AlfaVideo, pero también de Zoom, de La Truca, de Infinia y de alguna otra empresa más resultado del lío de fusiones, compras y absorciones tan frecuentes en el sector, nos había dejado aquella madrugada. Yo ni sabía que estaba enferma. Y en la perplejidad y la tristeza, la recordé.

Desde que nos conocimos en AlfaVideo, allá por el año 1985, Magda había seguido incansable dentro del mundo del audiovisual editando, vendiendo equipos y productos, defendiendo proyectos, levantando producciones, sacando clientes de debajo de las piedras. Era extraordinaria; conocía a todo el mundo de la profesión y era capaz de arrastrar gente de aquí y de allá ligando un aglomerado de personas que solo ella podía conseguir. En el trabajo era convincente, entusiasta, apasionada, sincera y generosa. Y en la vida también. Abnegada, las horas se le escapaban de las manos entregada a satisfacer los compromisos que adquiría con los clientes, con los amigos, con la familia, con sus hijas, que tanto la preocupaban en esta etapa difícil de buscar el camino, que era en la que estaban cuando, tras más de treinta años sin vernos, nos volvimos a encontrar.

Fue en un restaurante japonés cercano a su casa —y de la mía también, pues resultó que éramos vecinos. Creo que la localicé a través de Facebook cuando me incorporé a la red social. En la ruleta de posibles conocidos que me ofreció la máquina apareció Ramon Arteman y, a través de Ramon, Magda. Pienso que la cosa fue así, o podría haber sido al revés, no estoy seguro, el caso es que nos citamos los tres, Ramon, Magda y yo, en el restaurante japonés.

Estaba igual, quizás con un poco más de ojeras, pero seguía siendo una furia, un huracán de simpatía y palabras. Me dio la sensación de que nos habíamos dejado de ver la semana anterior, a todo lo más, el mes pasado. Y no es que cuando trabajábamos juntos nos hubiésemos relacionado mucho. Entonces era yo quien tenía la preocupación del trabajo y el hijo, que se quedó conmigo al separarme, y andaba iba de coronilla. Pero al reencontrarnos, sentí inmediatamente su calidez, su curiosidad ansiosa. Y a mí, que la comida japonesa no me entusiasma y tampoco soy muy partidario de los reencuentros, aquel día todo me pareció fantástico y volví contento a casa. Sentía que el afecto había fluido con facilidad y, con el afecto, la conversación, y con la conversación, el interés por la persona y su mundo.

Después de aquel día nos vimos un par de veces más y siempre me encontraba a gusto con ella. Tenía infinidad de cosas que contar, y yo, que nunca tengo muchas, estaba encantado de escucharla y que me pusiese al corriente de las tribulaciones de los conocidos del mundillo del vídeo.

Me hubiese gustado poder reunirnos más, pero entre mis viajes a Mallorca y su compromiso con el trabajo y la familia, no logramos encontrar otro momento de coincidencia. Ahora lamento no haber insistido más, no haber podido disfrutar de su jovialidad, de su hablar vivo, a menudo cargado de ironía, de su sonrisa, compartir sus problemas y preocupaciones. Lamento no haber podido confortarla en los momentos difíciles. Lamento no poder volver a verla.

Escribo esto al regresar del tanatorio de la Travessera de Dalt donde nos hemos despedido de ella. Sabía que seríamos muchos —no podía ser de otra manera conociéndola—, pero me ha complacido ver que éramos tantos y tantos los que queríamos ofrecerle nuestro adiós último. Ha sido emocionante, y he podido comprobar que todos coincidíamos en lo mismo. Magda era entusiasmo, alegría, generosidad y amor. Tenía un corazón tan grande que todos cabíamos en él, para todos tenía sitio.

Adiós, Magda. No te olvidaremos.