Reflexiones psicoanalíticas

La primera humillación

Cuando reflexiono sobre el hecho de educar a un ser humano recién incorporado a la vida siempre pienso que la función del educador es irle descubriendo el lugar donde ha ido a parar, guiarlo en este descubrimiento y dotarlo de los elementos necesarios para que, llegado el momento, la guía ya no sea necesaria. Me imagino una labor llena de amor y respeto por este nuevo ser, en la que no hay cabida para la violencia y la desconsideración; una labor paciente y generosa con la finalidad de formar a una persona valiosa, que contribuya a hacernos avanzar hacia la humanización y el triunfo de unos valores que permitan la convivencia pacífica y en igualdad y nos alejen de la bestia.

Esta actitud es la más común entre padres e hijos, pero puede dejar de serlo cuando el educador es alguien que ha hecho oficio de enseñar y los vínculos con el niño que le es confiado para adquirir determinados aprendizajes y conocimientos son meramente profesionales. Entonces, si este educador pierde de vista la función social de su labor y se la plantea como una simple forma de ganarse la vida, puede caer en considerar a sus pupilos simple materia prima y pasar a tratarlos con la impersonalidad, la frialdad y la arbitrariedad que impone su temperamento y sus circunstancias personales. En este contexto, las posibilidades de que el niño sufra malos tratos y humillaciones aumentan y puede llegar a convertirse en una víctima de la autoridad del educador. Yo lo fui, y tengo la sensación de que el coste que he pagado por ello ha sido considerable.

Tengo pocos recuerdos de mi infancia y casi todos están relacionados con mi etapa escolar, y no son buenos. Por ejemplo, guardo el triste recuerdo de la primera humillación que sufrí. Tenía seis años y acababa de pasar a la clase del maestro. Puedo precisar la edad porque el dictado que copiábamos diariamente de la pizarra iba encabezado por la fecha, y el año me quedó grabado en la memoria: 1954. Yo debía de estar distraído, fascinado por Soriano, un niño algo mayor que yo que se sabía el nombre y la situación de todas las calles de Barcelona y era capaz de hacer cálculos matemáticos con una rapidez extraordinaria. O quizás escuchaba un relato de mi compañero de pupitre, Joan Guasch, que era un buen narrador y acabó siendo actor de teatro. O simplemente estaba en Babia. No lo sé. El hecho es que de pronto sentí un impacto en la cabeza y que toda la clase estallaba en carcajadas. El maestro me acababa de lanzar un zapato y había hecho diana. Era un zapato de cordones, viejo y sudado, que él había convertido en una pantufla recortándole el talón y que ya había visto lanzar contra otros. Más que el dolor del golpe sentí aturdimiento y vergüenza, y recuerdo que ante la mirada divertida de todos mis compañeros el maestro me hizo levantar, coger del suelo aquel zapato asqueroso y llevárselo.  

Este suceso, que en la distancia hasta puede resultar jocoso por su extrema sordidez —lo era mucho, de sórdida, aquella escuela— y que empleé en este sentido en la novela La font de Ceres, donde exorcizo la humillación vivida haciendo posible a partir del zapatazo una revuelta de alumnos que acaba con el maestro hecho picadillo, aquel suceso, como digo, junto con otros castigos y escarnios sufridos durante aquel periodo por parte de quien era uno de mis referentes adultos, posiblemente despertase en mí el sentimiento de vergüenza y miedo al ridículo que siempre me acompaña cuando estoy ante un público que supera la media docena de personas y contribuyese a hacer de mí la persona temerosa de la autoridad que sé que soy y que tanto me disgusta y me esfuerzo en combatir. Quizás de aquí parte también mi rechazo a ser mandado y a mandar, mi dificultad en soportar la autoridad de alguien y, a la vez, de ejercerla. Quizás en este momento también se inicia mi tendencia hacia la soledad que me ha acabado dirigiendo hacia una actividad, la escritura, que puedo practicar solo en la seguridad de mi estudio.