Reflexiones psicoanalíticas

Tengo a mi madre en una residencia

Mi madre se muere. Despacio. Cada día un poco más. No hace otra cosa que morirse. Desde hace ocho años está en una residencia geriátrica esperando el desenlace final, resignadamente, con paciencia, agotando sus capacidades. Pero la paciencia se le acaba y llora ante cada nueva pérdida. Apenas tiene movilidad, no oye, apenas sabe donde está, se confunde, no tiene noción del tiempo ni del espacio, dormita continuamente a pesar del afán por llenar de contenido la vigilia. Ya ni es capaz de entretenerse por ella misma. Ha dejado de leer el periódico, de mirar la televisión, de colorear mandalas, de hacer “sopas de letras”… Tan solo mantiene una lucha sorda contra la parálisis absoluta de una existencia activa y se esfuerza en no dejar de ser quien era.

Tiene la certeza de haberse convertido en un estorbo y esto la desespera. Cada vez que voy a verla me lo dice. Querría irse a dormir y no despertar. Pero por la mañana vuelve a despertarse y tiene que hacer frente un día más a su decadencia. La tienen que vestir; la tienen que lavar; tienen que acostarla y levantar la baranda para que no caiga mientras duerme. Vuelve a usar pañales, pero han transcurrido 97 años y ahora son de celulosa y se tiran. ¡A lo largo de estos 97 años han cambiado tantas cosas! Entonces era una esperanza, alguien que irrumpía a la vida con la ilusión y el instinto de vivirla. Ahora es poco más que un cuerpo consumido que agota por inercia sus últimos minutos.

Yo vivo mal esta decadencia. Me muevo entre la lástima y el enojo por una vida tan longeva. Cuando estoy con ella procuro consolarla, confortarla en estos momentos difíciles de espera antes de emprender el gran viaje, animarla a seguir a pesar de una recompensa tan escasa. Pero cuando salgo, deseo, como ella, que un día no despierte. Y es este deseo lo que me mortifica, porque no sé discernir si es fruto de la piedad o el egoísmo.

Seguramente las dos cosas, me digo. Pero entonces me pongo a valorar qué pesa más en la balanza, si la lástima por un aniquilamiento que parece interminable o las ganas de liberarme de una obligación enojosa, de poner punto final a una dependencia que hace más de treinta años que dura, desde que murió mi padre y ella quedó viuda.

Y así van pasando los días, ella luchando con la muerte y yo con la conciencia.