Reflexiones

Sobre corruptos y corrupción

La lluvia de casos de corrupción en las esferas de la política y de los negocios que nos cae encima desde hace algún tiempo me ha empapado de una especie de amarga resignación. Ya no me indigno; si tuviese que indignarme, no dejaría de estar indignado ni un solo momento, porque cada día salen noticias que alimentan las calderas de la flaqueza de la condición humana.

¿Qué es un corrupto? Más allá de la definición del diccionario, que lo relaciona con podredumbre y descomposición, podríamos decir, a grandes rasgos, que es un individuo hipócrita y amoral. También ha de reunir la condición de cínico, y, como a menudo manifiesta un total desprecio por el colectivo humano que lo rodea, ya que no tiene el menor escrúpulo en burlarse de la confianza que se le ha otorgado, podemos asegurar sin errar demasiado que, a pesar de una apariencia de cordialidad, es un ser arrogante y soberbio, que se cree por encima del bien y del mal. Actitud que se va acentuando a medida que se enriquece y aumenta su ascendiente en la sociedad.

El corrupto también suele ser inteligente e imaginativo de una forma perversa, y es capaz de tejer a su alrededor una trama compleja de relaciones con personas y sociedades que oculten su delito. De este modo el círculo de cómplices y beneficiarios de la práctica de la corrupción se amplía y su comportamiento amoral y cínico va adquiriendo predicamento entre amigos y conocidos, que pasan a admirarlo y a imitarlo.

Como nuestra sociedad se rinde con facilidad ante el triunfo personal, especialmente económico, muy pronto el éxito del corrupto se convierte en un modelo a seguir y, poco a poco, como una mancha de aceite, sus métodos para enriquecerse se extienden entre los más ambiciosos y con pocos escrúpulos. Y con la ampliación del censo de corruptos también aumenta su impunidad hasta el punto de producirse situaciones como la que me sucedió hace algunos años. Un pariente de un buen amigo mío, que había ocupado cargos de relevancia en el gobierno de la Generalitat, se vio involucrado en un caso de corrupción. La noticia causó gran estupor porque era un hombre muy bien considerado. Un día que estábamos juntos, hice un comentario al respecto, al cual mi amigo respondió: “La verdad, no sé por qué se ha organizado todo este follón. Si eso de cobrar comisiones por las adjudicaciones es algo normal, todo el mundo lo hace”. A mí, tal afirmación, hecha con la seguridad de quien parece conocer cómo funcionan las coses en un determinado nivel de la realidad, me dejó mudo y sin capacidad de réplica. No insistí en el tema; no quería entrar en una discusión ética ―aunque quizás debería haberlo hecho. No obstante, su respuesta me causó desencanto y una molesta sensación de ingenuidad. Y desde entonces la percepción de mi amigo cambió.

Está claro que cuando en una sociedad se llega al convencimiento de mi amigo, algo no va bien. Creo que cuando parece normal el comportamiento del corrupto, la sociedad está enferma. Y esto es lo que nos está pasando.

Afortunadamente, el grado de corrupción no era tan grande como se pensaba mi amigo y toda la masa de corruptos como para perpetuar su impunidad y convertir la corrupción en una práctica social natural y consentida. Por suerte, por una razón o por otra ―yo quiero creer que es gracias a una corriente creciente en la recuperación de valores como la honestidad y la solidaridad―, los corruptos están siendo desenmascarados y conducidos ante la justicia. Pero por lo que se está viendo son tantos  y tan desastrosas las consecuencias de sus actos, que es para desesperarse. Y lo peor de todo es que mucha gente, ciega ante la gravedad de la situación, sigue votando a los partidos políticos que lideran el ranquin de los corruptos, como si eso no importase, como si eso, como decía mi amigo, fuese normal y, por lo tanto, no se tuviera que tener en cuenta a la hora de elegir a nuestros representantes, los que tienen que gestionar el dinero público y han de trazar las directrices de nuestro futuro.

No estoy diciendo que todos los que se agrupan bajo las siglas de unos determinados partidos políticos tengan que ser corruptos. Sería una generalización falsa y estúpida. Seguro que entre sus militantes hay personas honradas que lamentan de lo que está pasando y se avergüenzan de ello. Pero sí que es preciso tener presente a la hora de depositar nuestra confianza el porcentaje de casos de corrupción descubiertos entre sus filas, la penetración de la mala praxis en las estructuras directivas del partido y la respuesta que a nivel interno se da ante los comportamientos delictivos que salen a la luz.

Y comprobar una y otra vez a través de las encuestas de opinión que la mayor guarida de corruptos de España todavía sigue siendo el partido más votado por los españoles es desalentador y un indicador de la gravedad de la enfermedad que padecemos.