Reflexiones

La fiebre del turismo

Hace unos días un amigo me mandó el enlace para acceder al texto de un manifiesto redactado por ciudadanos de las Illes Balears que titulan Sense límits no hi ha futur (Sin límites no hay futuro). En el texto se quejan de la saturación turística que vive su territorio y piden soluciones a fin de salvar de la especulación lo poco que queda virgen y poder conservar unos valores paisajísticos autóctonos que parecen definitivamente condenados a desaparecer bajo el alud de turistas que les llega de la primavera al otoño.

Naturalmente, estoy de acuerdo con el contenido del manifiesto y lo suscribo. Este verano, las colas en los supermercados de Can Picafort eran para desesperarse, y la superficie ocupada por hamacas en la playa de Son Bauló se ha triplicado. Éstos han sido los únicos signos de la invasión turística que he observado directamente, pero me han hablado de caravanas kilométricas y colapsos en las carreteras que conducen a lugares emblemáticos como Formentor, Sa Calobra o Es Trenc.

No obstante, tampoco puedo dejar de constatar que, paralelamente a la demanda turística, entre los mallorquines se ha desencadenado una actividad frenética arreglando pisos, casas y segundas residencias para ofrecerlas como alojamiento turístico a través de páginas web especializadas. Tenemos conocidos que durante el verano dejan su domicilio habitual y se trasladan a fin de alquilarlo a los turistas; otros han acondicionado viejas casas de campo familiares y, a toda prisa, han hecho una piscina; otros arreglan pisos, bajos con jardín, desvanes…; todo aquello que pueda servir para meter a un turista es objeto de las transformaciones necesarias para hacerlo atractivo a través de los portales especializados en la contratación de alojamientos.

Reclamación de límites y oferta creciente. Ansia y denuncia. Fastidio y deseo. He aquí un comportamiento contradictorio de la sociedad mallorquina que pone de manifiesto nuestra inmadurez social e individual, como colectivo y como individuos. Porque yo mismo, que suscribo el manifiesto, hace tres o cuatro años fui a Venecia y formé parte de este rebaño indiferenciado y predador que son los turistas, participé de esta trashumancia global que cuando llega el buen tiempo saca de sus hogares millones y millones de personas y las mueve hacia lugares atractivos para pasar las vacaciones. Y este año he ido a Amsterdam, una ciudad que, como Barcelona, está de moda y sus habitantes viven las incomodidades y alteraciones que comporta la afluencia masiva de visitantes.

El turismo masivo es un fenómeno característico de nuestra sociedad de consumo; consumimos destinos como quien consume moda, tecnología o cultura. Cada vez es más frecuente que alguien te regale un viaje por tu aniversario, a París, a Roma, a Florencia, a Barcelona… Y si los parientes o amigos son espléndidos te pueden mandar hasta a Cancún. Entre nosotros hay la sensación de que si no haces como mínimo un viaje al año no eres nadie, estás perdiendo el tiempo, la vida se te escapa ―y las ofertas― inútilmente y te tildan de aburrido. Vivimos en un estado de estimulación permanente e ir de aquí para allá se ha convertido en una especie de necesidad histérica que nos hace insensibles a incomodidades y esfuerzos. Hoy en día, en nuestra sociedad del bienestar, todos somos turistas potenciales, incluso los que han redactado el manifiesto de poner límites al turismo, estoy seguro.

El turismo es un movimiento de población fruto de la opulencia, y como tal, lleva asociada la circulación de dinero y la ganancia. Por eso cuesta tanto renunciar a él; por eso mientras unos ―buena gente― piden limitarlo, otros ―buena gente también― miran de aprovechase todo lo pueden. Mientras unos ven el peligro de la masificación, otros, que también lo ven, cierran los ojos un par de meses y extienden la mano. ¡Y tonto el que no lo haga!

Y es que somos unos seres tan contradictorios que no tenemos remedio.