Reflexiones

Durante mis estancias en el aeropuerto y en el interior del avión, además de leer, me entretengo observando a los pasajeros. Y como desde que conocí a Isabel llevo un montón de horas de espera en las salas de embarque y de vuelos de Barcelona a Mallorca y viceversa, he acumulado un buen número de personajes, algunos bastante pintorescos. El martes pasado, en la cola para embarcar, tenía delante a dos muchachas de unos dieciséis o diecisiete años que viajaban solas, muy monas, con ropa y calzado de marca y los labios rabiosamente rojos, que no paraban de reír y hacer tonterías ante el móvil. Completamente ajenas a lo que las rodeaba, manifestaban sin mesura una alegría de vivir alocada y bobalicona. Yo, que durante la espera había estado leyendo El primer hombre, de Albert Camus, no pude evitar establecer una comparación entre aquellas dos muchachas ―que seguramente se dirigían al concierto de Justin Bieber en Barcelona― y el muchacho Jacques Cormery, consciente y preocupado por el mundo que tenía que conquistar desde sus orígenes humildes ―los mismos que Camus. Y pensé que en esta exaltación de la juventud a la que ha tendido nuestra sociedad opulenta hay implícita una devaluación de la conciencia de ser que nos conduce a grandes pasos hacia la banalización y la bobería.

Sentado ya en la cabina del avión y lejos de aquellas dos cabezas de chorlito, retomé la lectura de El primer hombre y me topé con una afirmación de Camus relativa a los niños que se alineaba con la idea que tengo de ellos y que a menudo entra en conflicto con la idealización que actualmente se hace de la infancia y sus protagonistas. «El niño no es nada por él mismo, son sus padres quienes lo representan. Es por ellos que se define y que es definido ante el mundo.» Un niño es un ser estupefacto, que tiene la tarea ingente de comprender dónde ha ido a parar y aprender las reglas que rigen este territorio ignoto. La guía son los adultos que lo rodean, de quienes depende, y que lo conducen y lo ayudan a situarse en el mundo. Por eso siempre me ha causado un cierto estupor esta corriente educativa que sobrevalora la infancia y otorga a sus protagonistas capacidades de las que carecen simplemente por falta de tiempo para adquirirlas. Un niño es un adulto en fase de desarrollo físico y mental, y le faltan datos para actuar con criterio y emitir opiniones calificadas. Que nos sorprenda su enorme capacidad de aprendizaje y de adquirir habilidades no quiere decir que se le puedan otorgar roles propios de adultos. Es más, creo que cuando al niño se le piden respuestas y comportamientos que no le corresponden se lo somete a una situación de estrés que lo perjudica. Y ya no entro en la manipulación que se hace de los niños cuando se los convierte en espectáculo a través de determinados programas de televisión.

Otra cosa muy distinta es que haya adultos con un proceso de maduración tan limitado y tan faltos de conocimientos y de criterio que actúen como niños. Desgraciadamente, a pesar de la escolarización obligatoria, de éstos todavía hay más de los que desearíamos. Son la gran masa de votantes fáciles de dirigir con el cencerro más sonoro.