Reflexiones

Esta última semana, diferentes conversaciones que he mantenido han acabado tocando un punto muy sensible para mí: la depresión.

Por un lado, tuve noticias sobre el estado de la hija adolescente de un amigo, que lleva más de un año en un proceso depresivo. Parece que, muy despacio, lo va superando, aunque con recaídas que desmoralizan a la familia y, sobre todo, a la muchacha, que, autoexigente y acostumbrada al éxito académico, se siente confundida y no sabe por dónde tirar. Por otro, un amigo algo más joven que yo —debe de estar entre los 60 y los 65— me confesó que llevaba un varios meses desmotivado y apático, sin interés por nada, teniendo que hacer frente a su día a día con un esfuerzo sobrehumano. La revelación me pilló por sorpresa, porque mi amigo es un hombre cordial y campechano, dado a bromear, a quien nunca hubiera imaginado víctima posible de una depresión, como me dijo que le habían diagnosticado. Por último, este fin de semana, mientras Natxo y yo comíamos en La Cantina después de caminar por las montañas del Berguedà, salió el tema de las depresiones.

Natxo es una de aquellas personas afortunadas que van pasando por las diferentes etapas de la vida sin traumatismos. La adolescencia, que para la hija de nuestro amigo se está convirtiendo en una vivencia perturbadora —para mí fue un infierno—, para él resultó un tránsito imperceptible, sin dudas ni vacilaciones dolorosas. Se casó muy joven con la chica que amaba, encontró un trabajo que le satisface justo acabar la carrera y la buena salud le ha permitido practicar sin interrupciones la actividad que lo apasiona: el montañismo. Claro que ha tenido que hacer frente a situaciones difíciles y a conflictos profesionales y familiares, pero nunca ha sufrido el desasosiego angustioso de una depresión. Por esto, en nuestra conversación de sobremesa, le costaba entender cómo puede llegar a sentirse una persona deprimida, de indefensa y de impotente, y cómo la voluntad no tiene nada que ver en una depresión, porque precisamente la enfermedad desarbola tu voluntad y te somete a procesos que no puedes controlar. El deprimido no es una persona débil de voluntad, que se regodea en la melancolía en lugar de enfrontarse al conflicto que lo afecta con determinación y coraje. En una depresión, la voluntad, la determinación y el coraje no cuentan, porque la enfermedad, esa perturbación bioquímica de nuestro organismo que es una depresión, te deja sin voluntad, ni determinación, ni coraje, y te convierte en un ser vulnerable, que necesita la ayuda y la comprensión de los que le rodean para no seguir hundiéndose en el pozo negro en que se ha convertido la vida.

Una depresión no te da fiebre, ni te inflama un órgano, ni se manifiesta de forma visible en el cuerpo; la depresión es invisible y, como tal, difícil de percibirse como una enfermedad. Por eso, a menudo, el depresivo es considerado un cuentista, un farsante que busca escabullirse de sus responsabilidades —que también debe de haberlos—, o un lánguido, un individuo falto de energía y vigor, incapaz de superar los problemas que la vida le echa encima, y que es acuciado a reaccionar con exhortaciones y consejos, que lo único que hacen es angustiarlo aún más.

Me faltan conocimientos para hablar con cierta autoridad sobre la depresión y tampoco es mi pretensión hacerlo, tan solo quiero romper una lanza en favor de los deprimidos en una sociedad en la que cada vez hay más y, en general, más mal considerados. Porque en este sistema que valora el éxito y el triunfo personal por encima de todo, los depresivos, ocasionales o crónicos, exógenos o endógenos, constituyen una categoría más de los perdedores.