Reflexiones

Sobre la virginidad de María

Leer puede ser una aventura sorprendente. En estos días de reclusión forzosa he abordado la lectura, lápiz en mano, de El gen egoísta extendido, del científico británico Richard Dawkins. Entre el gran volumen de información sobre el origen de la vida y de la importancia de los genes en nosotros, tropecé con un hecho que desconocía y que me dejó perplejo.

Dawkins hablaba del momento de la evolución en el que la vida en la Tierra se reducía a un puñado de moléculas con la capacidad de replicarse flotando en un caldo espeso; es decir, copiarse a sí mismas incansablemente. En este proceso de copia se producían errores, y, mientras la gran mayoría fracasaban, algunos, que significaban leves mejoras de la molécula original en su capacidad de adaptarse al medio que la rodeaba, prosperaron, diversificando la población inicial de moléculas.

Para ilustrar el hecho inevitable que en todo proceso de copia se producen errores, y que algunos de estos errores pueden llegar a tener gran transcendencia, Dawkins recurre a la Biblia, en concreto a la profecía que Isaías hace al rey Acaz (Isaías, 7,14), que dice: «Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y se llamará Emanuel.»

Pero resulta que si vas a buscar el texto original hebreo del Libro de Isaías ves que allí no se habla de una virgen, sino de una mujer joven (almah), y fue el traductor de la versión griega precristiana conocida como Septuaginta, quien empleó el término parthenos, que suele significar “virgen”. Muchos años después, a finales del siglo I, el autor anónimo del evangelio según Mateo, recuperó la profecía de Isaías de la Biblia Septuaginta y escribió (Mateo, 1, 23): «He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Emanuel, que traducido es: Dios entre nosotros.» Y a partir de aquí, la concepción virginal de María se incorpora al relato mítico cristiano y se convertirá en dogma de fe.

A mí, la idea que sobre un error de traducción se haya podido montar el increíble ideario mariano, que ha dado pie a templos, obras de arte y fervientes devociones, así como a herejías y excomuniones, me resulta fascinante y da medida de la intervención del azar en la construcción de grandes mitos culturales alrededor de los que han girado y, aún hoy, giran las convicciones y las esperanzas de miles de millones de personas. E imagino grandes nombres de la historia de la humanidad, desde Santo Tomás de Aquino al último Papa, debatiendo en torno a un hecho presuntamente divino, cuyo artífice fue un hombre anónimo que, entre los siglos III y I a. n. e. emprendió la tarea de traducir al griego popular antiguo la Biblia hebrea, en Alejandría.

¿No es maravilloso?