Relatos salvajes

Hace unes semanas Daniel y yo nos encontramos en la calle. Daniel es argentino. Hace más de treinta años que vino a Barcelona huyendo de la dictadura de Videla, pero sigue siento esencialmente argentino: el acento, los hábitos culinarios y sus amistades son en un noventa por ciento argentinos. Creo que soy la única amistad catalana que ha hecho y que mantiene. Desde que me cambié de piso no nos vemos mucho, pero cuando compartíamos finca y soledades, a menudo íbamos juntos al cine. Y siempre me tocaba ver una película argentina. Por fortuna fue una época en que el cine argentino producía buenas películas. Recuerdo El hijo de la novia, El abrazo partido, Nueve reinas, Luna de Avellaneda... Daniel es un sentimental y mitiga la añoranza de su país en esta especie de exilio voluntario que vive en Barcelona viendo todo el cine argentino que nos llega y asistiendo a los recitales de tangos que ocasionalmente hace algún interprete de allá. Muy humano y comprensible.

Tras ponernos al corriente de nuestras vidas los últimos meses, fuimos a parar a hablar de películas y me recomendó con entusiasmo Relatos salvajes. Le aseguré que iría a verla y que comentarla sería una buena excusa para ir a tomar una cerveza y unas empanadas al Laurel, como hacemos de vez en cuando.

Y sí, he ido a verla.

Relatos salvajes, de Damián Szifrón, es una película de venganzas, en la que la ira, este pecado capital tan difícil de controlar a veces, se desata y adquiere el protagonismo emocional. Hay películas que exaltan el amor, la amistad, la solidaridad, el heroísmo, el sexo, la violencia… Relatos salvajes constituye una exaltación de la venganza, ciega o meditada, súbita o planificada, y en su exaltación resulta tan desmesurada y esperpéntica, que hace reír.

La película está estructurada en seis episodios diferentes, relacionados únicamente entre sí por la similitud de las tensiones que mueven a sus protagonistas, todos sometidos, por causas diversas, a vivir momentos de pérdida del control, durante los que realizan actos de extrema violencia física o moral. El objetivo de su reacción violenta puede ser un grupo de personas, como en primer episodio, un individuo, como en los segundo, tercero y sexto, o la administración municipal, como en el cuarto, que ha llegado a calar tanto en Argentina que el apodo del protagonista ―el Bombita― se ha incorporado al lenguaje coloquial como referente. “Mirás, no me hagás eso porque os mando al Bombita”, cuenta Daniel que dicen en Buenos Aires o en La Plata cuando alguien discute con un funcionario. En el quinto, el del atropello, la violencia se ejerce en el ámbito de la ética, y sus salpicaduras resultan más repugnantes que las de sangre.

Los seis episodios parten de acciones cotidianas que en un determinado momento pasan a ser verdaderos despropósitos y comportan graves consecuencias para sus protagonistas activos y pasivos. A pesar de que unos episodios resultan más previsibles que otros, todos tienen su gracia en el planteamiento. Pero el que realmente es extraordinario es el último. Hasta que la muerte nos separe, se titula. Él solo justifica la película, que hasta ahora no dejaba de ser una simple película ocurrente. Este último relato es una verdadera pieza de arte cinematográfico. El marco, los personajes, la situación, las reacciones y el ritmo en que se producen, todo es acertado. Incluso el desenlace, por lo que tiene de inesperado y sublime, también está de acuerdo con la excelencia del episodio. Naturalmente, no desvelaré el argumento, tal solo diré que todo transcurre durante el banquete de una boda y que los protagonistas, Romina (Érica Rivas) y Ariel (Diego Gentile), viven una especie de catarsis de odio y arrepentimiento, que los depura de ira y pecados, y los arroja el uno en brazos del otro con un amor, que ahora sí, solo la muerte podrá interrumpir.

(Cartel y fotos extraídos de Internet)