Tierras del Ebro

Esta semana he tenido una decepción.

El puente del primero de mayo fui al delta del Ebro con Isabel. Los arrozales estaban inundados de agua y justo terminaba de hacerse la siembre. Era un paisaje de espejos que reflejaban los bellos celajes de la primavera. Recorrimos aquel laberinto de caminos, acequias y canales en medio de los estanques y marjales del parque natural. Vimos patos y flamencos; fochas, garzas y garcetas; algún que otro cormorán y un puñado de limícolas que no supe identificar. Juncos y cañizos presentaban un verde intenso y brillante; los tamariscos estaban en flor y álamos y chopos agitaban sus recientes hojas con rumor de roces. Era una naturaleza ordenada y exuberante, que había sido salvaje hasta no hace mucho. Pensad que la desecación de los marjales y la introducción del cultivo del arroz se llevaron a cabo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Admirado por la belleza del paraje y su transformación pensé que, de regreso a casa, releería Terras de l’Ebre, de Sebastià Juan Arbó. Había leído la novela hacía casi cuarenta años y tenía de ella un buen recuerdo.

Pero no ha soportado la relectura. Y me sabe mal.

La novela transcurre durante el primer cuarto del siglo XX y relata la vida de Joan y su hijo, Joanet, payeses del delta en aquellos tiempos del inicio del cultivo del arroz. A pesar de que es una novela bien escrita y en la que se adivina un buen escritor ―Sebastià Juan Arbó la escribió con apenas 25 años―, la visión trágica de la vida que presenta, con unos personajes desgraciados hasta el extremo, me ha fatigado. También me han fatigado las descripciones paisajísticas, que, a pesar de su precisión y plasticidad, resultan repetitivas. Tampoco me ha gustado el costumbrismo rural que asoma en determinados momentos de la novela; parece un añadido, una especie de apunte folklórico en medio de un drama humano intenso que no quiere fisuras. Todos los personajes que Juan Arbó presenta son torturados y viven atrapados por la incomunicación y la brutalidad que los rodea. El pesimismo implacable del autor no da tregua al lector y lo sacude repetidamente con toda la serie de sucesos trágicos que jalonan el relato y sus consecuencias. Se percibe cierta inmadurez, quizás ingenuidad, en la forma de exagerar los rasgos psicológicos de los personajes y sus obsesiones, que seguramente provienen de las fuentes románticas y naturalistas en las que ha bebido. La visión fatalista de la vida que penetra toda la novela es grave y trascendente. En este aspecto no tienen nada que ver con la misma visión presentada por Hans Fallada en Pequeño hombre, ¿y ahora qué? (nota del 4/05/2015), en la que el sentido del humor que impregna el relato resulta un alivio y un estímulo para el lector. Pero Juan Arbó no derrama ni un solo gramo de humor en Terras de l’Ebre y el lector queda abrumado por el aluvión de desgracias y miserias humanas que lo desbordan y le hacen lanzar la toalla. “¡Abandono! Ya tengo bastante”.

A pesar de todo, yo no he abandonado y la he leído hasta el final. Me dolía dejar la novela por el recuerdo que tenía de ella, por el respeto que durante años he sentido y siento por su autor y por las gratificaciones que, a pesar de todo, he encontrado: desde las ricas descripciones de la singular geografía del delta hasta los topónimos de lugares que conozco y estimo, como la Serra de Montsià, la fuente de Burgar, la Foradada, Sant Carles de la Ràpita, Amposta, Tortosa, el azud de Xerta y, sobre todo, el río Ebro, que el año 1978, con cinco amigos, recorrí en coche y en lancha neumática desde su cabecera, en la Cordillera Cantábrica, hasta la desembocadura. Veintiocho días, 948 km de aguas, gentes y paisajes inolvidables.

También es verdad que hay personas que disfrutan con este sentimiento trágico de la vida que manifiesta Sebastià Juan Arbó en Terras de l’Ebre. Quizás él la sentía así. No lo sé. Si sois de éstos, os recomiendo la lectura. Ni un solo personaje acaba bien. Yo prefiero aderezar la vida con un poco de humor y esperanza y no dejarme abatir por el peso de la tragedia que esparce a nuestro alrededor. Sonreír ante las adversidades, éste es mi lema. Aunque he de admitir, que, tal como anda el mundo, a menudo la sonrisa se me hiela en los labios.