Tramuntana desde el mar

Desde hace unos años, en verano, el Rafael Verdera ofrece un programa de salidas de fin de semana por la costa de Mallorca. El verano pasado, Isabel y yo nos apuntamos a la de Cabrera (nota del 14-08-2015); este verano, nuestros amigos, para compensarnos de que en la salida de celebración del 135avo aniversario de la botadura del barco no estábamos aquí, nos invitaron a una navegación por la costa de la Serra de Tramuntana.

Solo llegar a Sant Elm –desde donde partíamos– y ver el viejo velero fondeado con Sa Dragonera al fondo, mi espíritu de aventura, adormecido por la edad, se despertó y por unos instantes me imaginé navegando por las aguas cálidas del Pacífico, como un personaje de Conrad, o siguiendo el rastro de un galeón de la flota de la Plata hundido en el mar del Caribe. Días y días de mar y de sol, de horizontes definidos por el contacto de dos azules, del batir espumoso de las olas contra el casco de la nave, como un pulso constante y profundo. El pulso de la Tierra.

Iñaki nos vino a buscar con el bote y nos embarcamos. El poco viento que hacía en el estrecho de Sa Dragonera nos abandonó al salir a mar abierto. Pasamos por delante de la Torre de l’Arranassada y de la Cala en Basset. Entrevemos el valle colgado de Sant Josep y los tejados de La Trapa. En este valle remoto, en el año 1810 se instaló una comunidad de monjes trapenses huyendo de la Revolución Francesa. Construyeron un pequeño monasterio, una capilla, un molino y una bodega, y se dedicaron al cultivo de la tierra y a la oración silenciosa hasta que abandonaron el paraje diez años después. Desde entonces La Trapa ha tenido diversos propietarios; el actual es el GOB, que la adquirió por subscripción popular a fin de preservar este bello rincón de la isla de la codicia de los especuladores.

Al doblar el Morro de sa Ratjada nos encontramos ante unas paredes de roca colosales, llenas de agujeros y formas de disolución que nos hablan de una activa erosión cárstica, que el mar ha exhumado. Pasamos el Cap Flabioler. El mar es una blasa de aceite y tiene un color indescriptible, entre el azul cobalto y el azul heráldico. A la altura de Es Rajolí fondeamos para bañarnos al pie de los acantilados, con el fondo a 25 metros. En un primer momento, el azul intenso de la masa de agua me impresiona; no estoy acostumbrado a estas profundidades; mis baños son en la piscina o en las rocas de Can Picafort, con fondos cercanos llenos de pececitos que se mueven. Aquí, el fondo es una penumbra verdosa, apenas intuida, de donde pienso que en cualquier momento puede surgir el Leviatán, el monstruo bíblico de terrible dentadura.

Tras media hora de baño, proseguimos la navegación junto a la costa. Puntas, escollos, piedra y más piedra, y por encima de la piedra, la espuma de las olas o el verde quemado de matorrales y pinos retorcidos que se agarran a la roca. Saltos magníficos de doscientos y trescientos metros en vertical sobre el mar que son verdaderas invitaciones al suicidio. Si alguna vez se me ocurre poner voluntariamente punto final a la vida, éste es un buen lugar. Al aire libre y sin margen de error, porque si no te matas estrellado, lo haces ahogado, y sobre todo, es un lugar romántico, que te proporciona una muerte inolvidable para aquellos que te conocieron. Eso si te encuentran.

Nos volvemos a detener ante unos escollos conocidos como Es Faraions, a la altura de la Mola de s’Esclop –una masa de roca caliza de 926 metros casi junto al mar. Esta vez Mikel, buscando un fondo de arena para soltar el ancla, se acerca mucho a tierra. La sonda marca 4,2 m. El fondo es perfectamente visible, con algas y peces, y el baño es más distraído y tranquilo. Entre los bañistas corre el rumor de que hay medusas, pero yo no veo ninguna. Por si acaso, no prolongo demasiado la estancia en el agua. Tengo un mal recuerdo de una picada de medusa.

Después de comer emprendemos el retorno. Ahora el sol ilumina de lleno los peñascos y el paisaje pierde parte de su dramatismo. Hacemos un intento de navegar a vela, pero no hay viento suficiente y desistimos. No se puede tener todo; mar en calma y viento en las velas es un binomio difícil de conjugar. La costa de Tramuntana vuelve a desfilar ante nosotros, pero, cansados por los baños y el sol, ya no le prestamos la misma atención. Es el momento de conversaciones amistosa o silencios contemplativos, depende de cada cual. El mar ha ejercido su efecto sedante y nos ha vaciado de problemas y obsesiones, y volvemos limpios y depurados, como si nos hubiesen pasado por un filtro de carbono.

Sa Dragonera nos anuncia el final cercano de la navegación. Pasamos ante el faro del Cap de Tramuntana y embocamos el estrecho. Dejamos la isla Mitjana a estribor; por babor desfila el caserío de Sant Elm. Finalmente fondeamos en el mismo sitio de donde hemos partido e Iñaki nos devuelve a la vida de tierra, que por unas horas hemos contemplado desde el mar, como ocasionales argonautas.