Viaje a Suecia

El Vasamuseet, o como rentabilizar un fracaso

Del 16 al 26 de junio estuve en Suecia. Isabel presentaba una comunicación en un congreso de matemáticas y yo fui de acompañante. El congreso se celebraba en Skövde, una pequeña ciudad situada entre dos de los lagos más grandes de Europa, el Vänern y el Vättern. Antes, pasamos dos días en Göteborg y, después, cuatro a Estocolmo.

Estocolmo tiene un centro monumental que refleja su grandeza bajo la dinastía Vasa y que recorrimos a pie cuando el preverano sueco, fresco y variable, nos lo permitía. Y cabe decir que nos lo permitió a menudo. De modo que la visita a museos, que era la carta que teníamos en la manga para los días de lluvia, se limitó al Museo del Vasa, en la isla de Djurgården.

La guía que teníamos calificaba la visita al Vasamuseet de imprescindible, y fieles a sus recomendaciones, el día de San Juan, que amaneció gris y lluvioso, nos encaminamos hacia allí. Eran las once y media de la mañana —el museo abría a las diez— y ya había una cola tremenda. Por lo visto todo el mundo había pensado lo mismo que nosotros. Yo no quería quedarme, pero Isabel insistió; Si no, ¿qué hacíamos? Y protegido bajo el paraguas y cargado de paciencia nos añadimos a la cola. Me asombraba que los restos de un barco hundido más de trescientos años atrás despertasen tanto interés.

Para empezar, me sorprendió la capacidad del museo de tragar gente. En apenas un cuarto de hora ya estábamos en la taquilla y entrábamos. Y cuando estuve dentro, lo comprendí: el edificio era inmenso, un espacio amplio y penumbroso, organizado en cuatro niveles alrededor de aquella reliquia histórica, que era objeto de culto para los suecos al evocarles su pasado glorioso.

Pero la historia del Vasa no es gloriosa en absoluto. Este barco, al que pusieron el nombre de la dinastía que regía el país, fue construido por orden expresa del rey Gustavo II Adolfo con la intención de convertirlo en el símbolo del dominio de la marina sueca en el mar Báltico. Un millar de robles proporcionaron la madera que cuatrocientos artesanos entre carpinteros de ribera, herreros, calafates, pintores, escultores y veleros, tras dos años de trabajo, convirtieron en un galeón de tres palos, 69 metros de eslora, 52 desde el extremo del palo mayor hasta la quilla y 1.200 toneladas de peso. En su interior, de tres puentes, se embarcaron 112 cañones, 150 tripulantes y una tropa de 300 soldados.

Pues bien, este coloso, capaz de desplegar 1.275 m² de velamen, fue botado el 10 de agosto de 1628 en la bahía de Estocolmo y tras navegar a trancas y barrancas durante veinte minutos se escoró, empezó a embarcar agua por las troneras del puente bajo y se hundió en un santiamén. Las autoridades y los habitantes de la ciudad que habían acudido a presenciar el gran acontecimiento no daban crédito a sus ojos. Y el rey Gustavo II Adolfo, que aguardaba la gran nave en el campo de batalla para intimidar a sus enemigos polacos, cuando supo la noticia, se tiraba de los pelos; en vez de temblar de miedo, los polacos se partirían de risa.

Ahora el Vasa, recuperado del fondo del puerto de Estocolmo en 1961 y minuciosamente restaurado y contextualizada su lamentable historia, se ha convertido en un espectáculo de éxito, que atrae a centenares de miles de visitantes cada año, entre los que hay que contar a Isabel y a mí en éste de 2017. Y la verdad, a pesar de que contado de este modo no parece que la visita prometa mucho, el esfuerzo museístico que hay alrededor de aquella pifia formidable es impresionante, y cuando entras allí dentro, después del impacto que causa la visión aquel artefacto de madera gigantesco, que en la semioscuridad se te impone como la aparición de un fantasma, te sumerges en su pasado y el tiempo transcurre sin apenas darte cuenta.

(Foto 4. Como con mi pequeña cámara no pude obtener una imagen lo bastante descriptiva del Vasa en el interior del museo, he optado por publicar una de las postales que se pueden encontrar en la tienda de souvenirs.)