Evocando a Miguel

Lo conocí como Miguel cuando aún vivía fascinado por el cine y mis pasos, como los suyos, giraban a su alrededor. Juntos hicimos una película amateur que ganó no sé qué premio y en la que, faltos de casting, involucramos a parientes y amigos. A su padre, a sus hermanos, a mi abuelo, a mi tío Miquel…, todos pasaron por delante de la cámara haciendo uno u otro papel. La rodábamos los fines de semana porque todos los que participabamos en ella trabajábamos o estudiábamos, o ambas cosas a la vez. Franco aún vivía y, en nuestra pasión y osadía, plantamos la cámara de 8 mm para hacer un film antimilitarista en la estación de Francia, dentro de un tren, en un paso froterizo y en la celda de un juzgado; montamos un garrote vil en el patio de una escuela religiosa y nuestros guardias fronterizos llevaban uniformes militares y armas de verdad que no sé de donde sacamos. Si nos llegan a pillar nos empapelan. En más de una ocasión pasamos por situaciones apuradas, como cuando una pareja de la guardia civil nos sorprendió en la estación de Francia con el trípode plantado y nuestro actor sacando un billete a ninguna parte. Hacer aquella película cuando apenas teníamos veinte años fue una experiencia que nos unió para siempre.

Luego se casó y se fue a vivir a Francia. Allí se llamaba Michel. Venía a Sant Feliu de Llobregat para ver a la familia y entonces nos encontrábamos y charlábamos. Nuestros encuentros eran largos e intensos, porque era un buen conversador, le gustaba la polémica y sus puntos de vista me resultaban curiosos dentro de mi ortodoxia de izquierdas y ecologista. Pero siempre terminábamos hablando de nosotros, los humanos, de nuestras virtudes y debilidades. Éste era un tema que nos apasionaba a los dos y en el cual invertíamos horas y consumiciones. Era romántico, humanista, confiado, sincero y, por encima de todo, un hombre bueno, que vivía en función de los demás con la capacidad de sentirse cómodo en el sacrificio, porque no lo percibía como tal.  

Cuando se separó y regresó a Sant Feliu de Llobregat, pasó a llamarse Miquel en solidaridad a la reivindicación catalanista del momento a pesar de ser hijo de castellanoparlantes y haber sido el castellano su lengua de infancia y juventud. Creo que fue entonces que empezamos a tener nuestras charlas en catalán. A mí, al principio me costaba; lo había conocido hablando castellano y existía una identificación lengua-persona que él insistió en cambiar. Pero ya fuese en castellano, catalán o francés, como Miguel, Michel o Miquel, siempre era el mismo hombre amable, de sonrisa fácil y ojos grises, profundos y enigmáticos, que hacían pensar en la transcendencia. Por eso no me sorprendió demasiado cuando me dijo que se había hecho budista. Y empezamos a conversar sobre la religión, la fe y la existencia con más intensidad que nunca.

Nuestra relación  fue intermitente, no nos veíamos demasiado a menudo, pero cuando lo hacíamos el fluido profundo de la amistad se restablecía uniéndonos; entonces, hablábamos y hablábamos hasta que a mí me rodaba la cabeza y tenía que detenerlo. Él habría seguido hablando y elucubrando algunas horas más. Su figura me ha inspirado en la creación de algunos personajes literarios, porque, sin duda, era un hombre singular: por su misticismo sin ostentación, por la firmeza en sus convicciones adquiridas, por su mirada de mago —tenía no sé qué de hipnótica—, por su compromiso con los demás y por su capacidad de sufrir con la sonrisa en los labios.

Y así murió, con una sonrisa en los labios y tras mantener una última conversación conmigo. Me esperó para que cerrásemos el círculo de nuestra relación y me contó lo que creía que pasaría cuando expirase. En esta ocasión estuve de acuerdo. Y así, con el consuelo de su fe, una fe que se había hecho a la medida, nos dejó pocos minutos después rodeado de personas que lo queríamos y que seguiremos queriendo en el recuerdo, porque, en vida, se hizo merecedor de nuestra estima.

Descansa en paz en tu particular paraíso, Miguel, Michel, Miquel.