Eyaculación precoz

(Nuevo capítulo de La mirada oscura, de Josep Lorman)

La dirección de la sexóloga que le dio Albert Riu correspondía a una casa de la zona alta de Barcelona. Joan C fue allí un viernes por la mañana. Estaba nervioso y le costó decidirse a entrar; tuvo que pasar tres veces por delante del portal y mirar a derecha e izquierda para comprobar que nadie se fijaba en él, antes de empujar la puerta y enfrentarse al portero.

–¿A qué piso va? –preguntó éste en tono profesional.

–Al tercero primera –dijo Joan de pasada.

–¿A la doctora? –precisó el portero.

–Sí –tuvo que admitir Joan.

–El tercero primera –informó el portero. Y se lo quedó mirando.

A Joan le pareció advertir un cierto aire de burla en la mirada del portero y maldijo que el ascensor no estuviese en la planta para esconderse en él rápidamente.

Le abrió la puerta del piso de la doctora una criada filipina y lo hizo pasar a una salita desmantelada. Afortunadamente no había nadie más. Joan se sentía incómodo y tenía palpitaciones. Para tratar de distraerse cogió una revista, que resultó ser un Lecturas de hacía dos años, arrugado y grasiento, con todos los pasatiempos resueltos. La dejó de nuevo en el revistero y se puso a mirar los diplomas de las paredes. Aparte del diploma de Medicina General de la Universidad de Buenos Aires, los otros cuatro eran simples certificados acreditativos de la participación de la doctora Graciela Marcos en diferentes simposios de psicología y de sexología, también en Argentina. La doctora, pues, era sudamericana. Esto a Joan no le gustó. No es que tuviese una animadversión especial a los sudamericanos, pero encontraba que se enrollaban demasiado, que les gustaba dar un énfasis extraordinario a las afirmaciones más obvias y que todo lo trataban con una trascendencia que le irritaba.

Tuvo que esperar casi media hora hasta que la doctora lo hizo pasar a su despacho. En el breve recorrido que Joan hizo por el pasillo tras la criada filipina, pudo comprobar que, además de ser la consulta, el piso era el hogar de la doctora, y que entre visita y visita atendía a las tareas domésticas. Esto tampoco le gustó; le pareció muy poco profesional, y más tratándose de una especialidad tan delicada como la suya. Pero el alma se le cayó a los pies cuando, desde la butaca en la que estaba sentado, oyó cómo una voz de mujer con marcado acento argentino abroncaba a la criada porque había comprado en el colmado de la esquina en lugar de ir al mercado, donde todo era más barato. Después de esto, a Joan se le concretó una sensación de sordidez que, desde que entró en la salita, le había estado rondando. Impulsivamente se levantó para marcharse; pero la llegada de la doctora le cerró el paso.

–Buenos días. Siéntese, por favor.

La voz grave y dominante procedía de una mujer bastante madura, de metro noventa de alto y aspecto agrio. Lo primero que le preguntó fue si venía por el anuncio del periódico. Sólo le faltó esto. Por un instante Joan intuyó que había ido a parar a manos de una estafadora que explotaba las miserias del sexo, pero no hizo caso. No, no venía por el anuncio; un amigo se la había recomendado. Esto pareció que satisfacía a la doctora, que seguidamente pasó a fijar las condiciones del tratamiento. La visita eran diez mil pesetas, pero si se hacía el tratamiento completo de eyaculación precoz que constaba de cinco visitas en dos semanas, el precio era de cuarenta mil.

–Pero yo no estoy seguro de sufrir eyaculación precoz –objetó Joan.

–El noventa por ciento de los hombres son eyaculadores precoces; lo que pasa es que no lo saben –afirmó la doctora–. De modo que no se extrañe de serlo. Lo primero que hace falta para remediarlo, es aceptar el hecho. ¿Usted, cuando mantiene relaciones sexuales con una mujer, es capaz de estimularla y provocarle el orgasmo antes de correrse, o bien el simple juego de caricias ya lo hace eyacular?

Joan se quedó dudando. En realidad le ocurrían las dos cosas: unas veces aguantaba hasta el final y otras no. Pero tenía que reconocer que eran más las veces que no.

–A ver. Usted está casado, ¿verdad?

–Sí.

–¿Y qué opina su mujer de su forma de hacer el coito? ¿Está satisfecha?

Joan volvió a quedarse en silencio. Le resultaba difícil responder. Al principio parecía que sí, pero ahora…

–La verdad es que últimamente no practicamos mucho –dijo finalmente.

–¿Ella lo rechaza?

Aquella mujer era implacable.

–Sí –tuvo que admitir Joan.

–A ver. Desnúdese.

Joan se quedo helado.

–¿Cómo?

–Que se desnude, que se quite la ropa –insistió la doctora.

–Pero…

–Bueno, si le da apuro, quédese en calzoncillos.

Joan empezó a sudar. Se sentía atrapado en una situación ridícula y humillante. Desconfiaba de la doctora, pero había algo que le impedía mandarla a paseo. Quizás era la propia incógnita sobre su sexualidad. ¿Era o no era un eyaculador precoz?

Lentamente Joan fue quitándose la ropa. Primero los zapatos, después la camisa, después los pantalones, después…

–No hace falta que siga.

Joan se detuvo con los pantalones en la mano.

–Ya veo que hace lo mismo que el noventa por ciento de los hombres. Se quita los zapatos y se deja los calcetines. No puede imaginarse lo desagradable que resulta para una mujer ver a un hombre en calzoncillos y calcetines. Es una imagen ridícula que no predispone al amor. ¡Y esa carne que le cuelga!

En efecto, Joan se sintió sumamente ridículo. Quizás porque se veía por primera vez en aquella actitud con unos ojos que no eran los suyos, o quizás porque aquella mujer tenía la especial habilidad de conducir a sus clientes hacia situaciones de debilidad que la favorecían.

–Ha de mejorar su aspecto si quiere mantener a su mujer enamorada y deseosa –prosiguió la doctora–. No puede abandonarse de ese modo. Además de hacer mi tratamiento debería hacer yoga. El yoga le servirá para disciplinarse, relajarse, aprender a controlar el cuerpo y cambiar de hábitos y actitud mental. También le proporcionará sensibilidad y poesía. Ha de ser flexible como un bambú y delicado como una flor de loto si quiere volver a seducir a su esposa haciendo el amor.

A Joan le pareció que tenía cierta razón. Se había abandonado mucho últimamente. No hacía nada de deporte, comía sin mesura, bebía un cubalibre tras otro y se pasaba el día entero con el culo en el asiento del coche; hasta había abandonado la costumbre de subir la escalera de su casa a pie y ahora utilizaba siempre el ascensor.

–¿Y de ánimo cómo está? –preguntó la doctora mientras Joan se ponía la camisa.

Le tuvo que confesar que se sentía deprimido.

–Todo va ligado: desánimo, abandonamiento, pérdida de atractivo, indiferencia de la pareja… Es un círculo vicioso que ha de romper por algún punto. ¿A qué se dedica usted?

Joan se sintió avergonzado de tener que decir que vendía bragas, pero la doctora no hizo ningún comentario.

–Lo que a usted le pasa es un cuadro muy habitual en un hombre de su edad, que alcanza la madurez con toda una serie de sueños rotos. Se siente un fracasado, y en realidad en estos momentos es un fracasado.

Joan pensó que no hacía falta decir las cosas con tanta crudeza, pero no replicó.

–Pero creo –siguió la doctora– que con mi tratamiento todo esto puede arreglarse. ¿Está de acuerdo en empezar?

Tal y como habían ido las cosas, al llegar a este punto Joan ya no dudó. Además, Riu era una prueba evidente de que aquella mujer no era lo que le había parecido al principio. Entonces la doctora le hizo pasar a una pequeña habitación y le pidió que se echase sobre un diván. Después de recomendarle que cerrase los ojos, se relajase y siguiese fielmente las instrucciones que oiría, puso un radiocasete en marcha y salió.

La cinta empezaba con música de cítara y a continuación se añadía la voz de la doctora que, muy pausadamente, daba instrucciones para alcanzar una relajación total. Una vez relajado e imaginándote delante del mar, pedía que empezases a practicar la respiración ola. El aire se aspiraba por la nariz y, como una ola que avanza, hinchaba el tórax y el vientre; luego, se expiraba en sentido inverso, encogiendo primero el estómago, después el pecho y expulsando el aire por la boca. Joan se pasó un buen rato haciendo subir y bajar la barriga hasta que finalmente se durmió.

Aquel primer día Joan salió de la consulta de la doctora Graciela Marcos ligeramente aturdido y con la dirección de un profesor de yoga. Como recibo de las veinte mil pesetas que había tenido que pagar llevaba un par de fotocopias que hablaban de la relajación y de un método de mejora de los hábitos personales.

Antes de subir a casa quiso leer las fotocopias y entró en un bar. Por inercia pidió un cubalibre. Cuando se lo trajeron recordó que se había hecho el propósito de dejar los cubalibres y dudó si bebérselo o no. «Bueno, este será el último», pensó.

El texto que hablaba de la mejora de los hábitos personales exponía la experiencia de una mujer que había comprobado que para incorporar un buen hábito tan solo hacían falta tres semanas. Uno de los fragmentos decía así:

«Mi matrimonio atravesaba un momento difícil. Había muy poca comunicación con mi marido. Sabía que la causa era mi mala costumbre de censurar sus actos. Constantemente le echaba en cara sus defectos y no valoraba los rasgos positivos de su personalidad. Yo no quería ser una esposa desagradable, pero no podía evitarlo. Como consecuencia mi marido se iba alejando de mí…»

El panfleto seguía explicando que la mujer había conseguido cambiar de actitud en tres semanas a base de ir descubriendo cada día una cualidad de su marido en lugar de un defecto. Le costó, porque, por lo que decía, el marido no tenía demasiadas cualidades, pero finalmente lo logró. A consecuencia de su cambio de actitud, el marido también comenzó a cambiar y acabaron siendo una pareja perfecta.

Joan pensó que no estaría de más que Pilar también lo leyese. Quizás la haría reflexionar y se daría cuenta de lo injusta que era con él. De modo que, cuando llegó a casa, dejó las fotocopias encima de la mesita del recibidor donde acostumbraban a dejar la correspondencia. Le pareció más oportuno que las encontrase que dárselas personalmente.

Joan estuvo vigilando el momento en que Pilar descubriese las fotocopias para ver cómo reaccionaba. Después de deambular por el recibidor varias veces sin darse cuenta de ellas, finalmente lo hizo al volver de bajar la basura.

–¿Qué es esto? –le preguntó.

–No lo sé. Lo he encontrado en el buzón. Lo he dejado ahí por si lo querías leer.

Pilar le echo una mirada por encima.

–¡Qué tontería! Hay gente para todo. Mira que entretenerse en ir repartiendo esto por los buzones –y los rompió en varios trozos.

Joan quedó decepcionado. Por lo que parecía, Pilar no se había sentido identificada con el personaje del panfleto. Ella no creía que tuviese que cambiar nada. Estaba convencida de su actitud, de la objetividad de la valoración que hacía de él. Pilar no dudaba. Allí, el único que dudaba era él. Y Joan se puso a mirar la televisión con una extraña sensación de culpa.

Durante las tres visitas siguientes, Joan, a pesar de sentir crecer visita tras visita su escepticismo sobre la eficacia del tratamiento, soportó con paciencia las explicaciones de la doctora e hizo dócilmente todo lo que le dijo que tenía que hacer. Un día lo tuvo media hora en la terraza ensayando una serie de ejercicios gimnásticos destinados a ponerle en forma y que tenía que repetir cada mañana al levantarse. Aprendió diferentes técnicas de control de la erección y métodos para retardar la eyaculación, basados en la respiración y en la compresión de determinados puntos del cuerpo; se dejó hacer masajes feroces, tras los que quedaba más rígido que antes; memorizó los ritmos y las cadencias de la técnica Tao de penetración; practicó extrañas posturas vitalizadoras; empezó a tomar productos de elevado poder energético, como miel, vinagre de manzana, café de arcilla, aceite de sésamo y salsa de soja, e introdujo en sus hábitos el baile matinal con música-disco para entonarse y el nocturno con aires hawaianos para relajarse. Pilar asistía a todas estas innovaciones en la rutina diaria de Joan con una divertida curiosidad. Él le había dicho que se trataba de técnicas naturistas para superar el abatimiento que sentía y recuperar la energía que le faltaba.

–Si ves que funciona ya me avisarás, que nos pondremos a bailar el hula-hula los dos –le dijo ella, burlona.

Pero Joan no mejoraba. Seguía deprimido, sin ganas de nada, y le costaba un gran esfuerzo tener que enfrentarse a cualquier acción por insignificante que fuese. Para consolarse se decía que solo era cuestión de tiempo, que si lograba incorporar estos hábitos positivos a su vida, en un momento u otro tenían que dar sus frutos.

El último día la doctora Graciela Marcos planteó la sesión como una especie de reválida.

–Se trata de poner en práctica todos los métodos de control de la eyaculación y de penetración que hemos visto estos días.

Joan se preguntó cómo diantre tenía que practicar todo aquello si en la habitación del diván sólo estaban la doctora y él. No sería que… Solo de pensarlo se estremeció.

–Le dejaré aquí y usted se ha de masturbar, pero sin llegar a eyacular. Cuando vea que la excitación alcanza el punto álgido, va poniendo en práctica sucesivamente todos los frenos: la compresión del pene, la contracción del ano con la respiración cortada, retroceder la lengua hacia el fondo del paladar, presionar el centro del perineo…

Joan escuchaba atónito.

–Después, para practicar la técnica Tao de penetración… –la doctora abrió un armario de pared que había en la habitación– …lo hace con esta muñeca hinchable. Y sobre todo no me la ensucie. Recuerde que no debe eyacular.

Joan no se acababa de creer que aquella mujer hablase en serio.

–Bien. Ahora le dejo. Avíseme cuando haya terminado.

Joan se quedó solo en la habitación. Estaba turbado. Se sentía protagonista de la historia más ridícula que le hubiesen podido explicar. De pronto, aquella sensación de sordidez que había sentido el primer día lo invadió de nuevo. Se le hizo un vacío en el estómago y le pareció que se mareaba. No, no podía hacer aquello. Era embrutecedor. A las diez y cuarto de la mañana no podía tumbarse en un diván y masturbarse como aquel que se toma un café con leche. Era humillante proponer algo así. ¿Qué se creía, que trataba con animales? Por un momento pensó que todo aquello no era otra cosa que una especie de venganza de la doctora. Aquella mujer odiaba a los hombres y disfrutaba humillándolos, conduciéndolos a situaciones vergonzosas, por las cuales, encima tenían que pagar. Seguramente ahora estaría sentada en su despacho, frotándose las manos de satisfacción ante un nuevo triunfo, otro macho escarnecido y desplumado como un pollo. ¡Pues no!

Joan salió de la habitación bruscamente y se dirigió al despacho de la doctora.

–¿Ya ha terminado? –preguntó ella sorprendida cuando le vio en la puerta.

–No lo voy a hacer –dijo Joan con cierta crispación.

La mirada de la doctora brilló colérica.

–¿Cómo que no lo va a hacer? –dijo, desafiante–. Esto forma parte del tratamiento y yo le digo que lo haga –ahora el tono era seco y autoritario.

Joan aún se enfureció más.

–Pues ya puede decir lo que le dé la gana, que no lo haré.

La tensión dibujó una sonrisa despectiva en el rostro de la doctora.

–Es usted un pobre hombre que no se atreve a enfrentarse a su propio sexo. Un reprimido, un frustrado…

Joan empalideció de ira y sin decir nada más dio media vuelta y se fue.

–¡Eh! ¡Me ha de pagar!

Joan oyó que la doctora se levantaba precipitadamente de la silla y corría hacia el pasillo.

–¡Me debe la mitad del tratamiento! ¡No puede marcharse sin pagarme!

–¡Claro que puedo! –dijo Joan mientras abría la puerta de la calle, ante el gesto asustado de la criada filipina.

–¡Deténgase! –gritó la doctora. Pero esta última orden salió debilitada por la toma de conciencia de la rebelión y sus consecuencias económicas.

Antes de cerrar de un portazo que hizo temblar todo el edificio, Joan pudo entrever en el rostro amarillento de la criada una sonrisa de complicidad. Y este mínimo gesto de simpatía le hizo recuperar de golpe toda la dignidad que había ido perdiendo sesión tras sesión en casa de la doctora.

«Ni eyaculación precoz ni puñetas, lo que yo necesito es un buen polvo», pensó Joan en plena excitación, mientras bajaba la escalera. Y sin pensárselo dos veces, se dirigió a una sauna del Paral·lel a gastarse lo que se había ahorrado en el tratamiento.


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