Josep Maria Beà, dibujante galáctico

El mundo del cómic español honra a mi amigo Beà

El sábado pasado, en el marco del Saló Internacional del Còmic de Barcelona, mi amigo Josep Maria Beà recibió el reconocimiento a su trayectoria profesional de la Asociación de Autores de Cómic de España. Una distinción merecida, porque mientras estuvo en activo, Beà, como lo suelo llamar, fue el dibujante de cómic más creativo del país.

Beà y yo nos conocimos muy jóvenes a través de un amigo común también dibujante. Entonces trabajaba en Selecciones Ilustradas y ya era un profesional reconocido y yo empezaba a escribir. Y pasamos a colaborar; él inventaba y dibujaba la historia y yo escribía los textos y los diálogos. De esta forma trabajamos durante algunos años y, lo más importante, trabamos una amistad larga y sincera, basada, sobre todo por mi parte, en la admiración. Siempre lo he admirado; he admirado su habilidad en el dibujo, su capacidad imaginativa, su intuición artística y su sentido del humor. Porque sus historias están cargadas de un humor inteligente y sutil que las hace deliciosas a pesar de la truculencia del dibujo y sus desenlaces sobrecogedores, siempre sorprendentes.

A lo largo de nuestra relación he sido un espectador privilegiado de la ductilidad creativa de J. M. Beà. Lo conocí como dibujante de cómic; después tuvo una etapa en la que se dedicó a la pintura y a la ilustración ―tengo un cuadro suyo colgado en el recibidor de mi casa que admira a todo aquel que me visita por primera vez―; con la revista Rambla se hizo, además, editor; también se dedicó a hacer maquetas de naves espaciales con una habilidad y precisión admirables; pero un buen día lo dejó y, entonces, se puso a escribir novelas juveniles, que la editorial Anaya no dudo en publicar. Y cuando se cansó de dibujar, pintar, editar, construir maquetas y escribir, empezó con la música y se puso a componer. Y todo lo hacía bien. Era algo mágico; allí donde aplicaba sus manos y su creatividad, surgía una obra valiosa, capaz de entretener y fascinar.

Tengo que confesar que, a veces, me he sorprendido envidiándolo; proyectando una vida de artista con su capacidad creativa y su excelente técnica en el dibujo y la pintura. Y de hecho escribí una novela, L’any que van venir els Beatles, inspirándome en él y en las anécdotas que me contaba de su etapa de aprendiz de dibujante en Selecciones Ilustradas y que me habían hecho partir de risa. Porque ésta es otra de las habilidades de mi amigo Beà: es un gran narrador de historias, que alarga y enreda sobre la marcha concluyéndolas siempre con una salida ocurrente. Yo me he reído mucho con él; y le estoy agradecido, porque, según teorías terapéuticas recientes, posiblemente haciéndome reír tanto, me ha alargado la vida.

Ahora los dos ya tenemos nuestros años y de vez en cuando nos encontramos y, ante una o dos cervezas trapenses, de esas que tienen cuerpo y grado, nos ponemos al día del presente y recordamos el pasado compartido: amigos, experiencias, proyectos, trabajos, ¡ah!, y una masía, porque durante algún tiempo Beà y yo tuvimos alquilada con nuestras parejas y otros amigos una masía en la vertiente umbría del Montseny ―el Campàs, se llamaba (y supongo que se sigue llamando así)―, en donde charlábamos, bebíamos, comíamos y reíamos ante la rústica chimenea, llenos de vitalidad y entusiasmo por nuestro futuro de artistas. ¿Lo recuerdas, Beà?

Os paso el enlace del largo artículo sobre Josep Maria Beà que hay publicado en la Wikipedia. Abajo, las portadas y una página de algunos de los álbumes recopilatorios de sus historias.