Josep Maria Cortina, fotógrafo

Habíamos quedado citados a la una del mediodía en un bar de la calle de Provença esquina Enric Granados. Lo esperaba y me preguntaba si lo reconocería. Después de cincuenta y cinco años debía de estar muy cambiado. Yo lo recordaba de mediana estatura, cara redonda, facciones regulares, ojos vivos y pelo castaño claro; activo y enérgico, con dotes de liderazgo —había sido delegado de curso en quinto, sexto y preu, que eran los cursos que coincidimos en el instituto Milà i Fontanals. Ahora, la única referencia que tenía para identificarlo era la foto pequeñita de Facebook, en la que llevaba sobrero de fieltro. Como hoy en día nadie lleva sombrero, pensé que si veía a alguien que se acercaba con sombrero sería él. Eso si lo llevaba y la foto no era de un día que se lo había puesto ocasionalmente. Pero sí, lo llevaba, y lo primero que hizo al presentarse fue mostrarme la causa de su uso: era calvo; los cabellos castaños y finos, peinados con raya al lado que le recordaba habían desaparecido. Seguramente por esto la primera observación que me hizo fue sobre el hecho de que yo todavía conservaba el mío, de cabello.

Tras esta presentación capilar nos pusimos a chalar y pronto perdí la reserva que este tipo de encuentros casi a ciegas me provoca. “¿A quién te encontrarás?”, no puedo evitar preguntarme. Después de más de medio siglo transcurrido, aquel adolescente que conocí y con quien establecí una buena amistad podía haber cambiado mucho. Pero no, no había cambiado demasiado, conservaba el aire resoluto y la forma de hablar franca y animada. Y en un corto espacio de tiempo recuperamos aquella relación que quedó interrumpida cuando él siguió Ciencias Económicas y yo dejé los estudios para entrar en el mundo del cine, que por entonces me apasionaba.

Y resultó que dentro de nuestras trayectorias vitales había un elemento común: la afición por la fotografía. Además, una afición generada del mismo modo: un padre que hace fotos, tiene un pequeño laboratorio en casa y, de muchacho, te introduce en el arte de capturar la luz que baña la materia con una cámara fotográfica. Y éste fue el tema de nuestra conversación durante un buen rato. Él había hecho varias exposiciones y me había traído un catálogo conjunto que se había autoeditado. Col·leccions 1997-2020, se titula.

Juzgar la obra de amigos y conocidos siempre tiene un punto de incomodidad, que se convierta en sufrimiento cuando la obra no te gusta. Por esto, cuando llegué a casa con el catálogo de Josep Maria Cortina bajo el brazo tardé en hojearlo, no me decidía. Leí el prólogo de Eduard Cairol y lo encontré interesante, lejos del panegírico habitual cuando a alguien le toca presentar la obra de un autor. Esto me animó a leer el texto de presentación que Josep Maria había escrito para el libro. Y era un texto tan sencillo y honesto, tan falto de pretensión y a la vez tan claro en la explicación de las razones por las que fotografía y, en concreto, había fotografiado aquello que nos presentaba, que me pasaron todos los temores y pensé que quien se manifestaba de aquel modo, por fuerza tenía que ser exigente y escrupuloso a la hora de abordar el reto de la creación, en este caso la creación fotográfica.

Y, ciertamente, he disfrutado de la contemplación de las fotografías del libro Col·leccions 1997-2020, y no puedo reprimir el hecho de mostrar algunas en esta nota. Hoy en día que todo el mundo hace fotografías a diestro y siniestro, se agradece encontrar quien las hace pensando en lo que hace y esforzándose para obtener los mejores resultados dentro del objetivo que se ha fijado. Es decir, encontrar a alguien que fotografía con sentido y con intención.

Josep Maria Cortina también tiene un blog cultural activo des del 2009 —Prova i error— en el que publica periódicamente información sobre música, cine, teatro, arte y literaria, y en el que de vez en cuando cuelga sus fotografías.