Mi amigo Vicenç

Era un hombre sencillo, sin dobleces, afectuoso y paciente. En el trabajo le tocaban los clientes más pesados, aquellos que acudían a la administración de fincas por nimiedades y se pasaban media hora contándole su vida. Él los escuchaba, sonreía o no, según el relato, les daba la explicación que habían ido a buscar y los acompañaba a la salida. A mí siempre me recibía con dos besos y me contaba que empezaba a estar cansado de hacer de confesor y de sicólogo además de administrador. Pero cuando lo dejaba, en recepción ya había otro propietario de edad avanzada que lo esperaba. Él le sonreía: “Enseguida estoy con usted, señor tal”, me volvía a dar dos besos y se lo llevaba a su despacho para escuchar más lamentaciones.

Con los parientes le pasaba lo mismo. Era el coste de ser un hombre bueno. Tuvo que hacerse cargo emocional de tías y tíos, y regularmente iba a comer con uno o con otro; y cuando ya no podían salir a la calle, los visitaba en casa o en la residencia. Y lo hacía sin esforzarse, porque le salía de dentro. A mí, que codicio cada minuto de mi tiempo, su comportamiento me admiraba, y no podía evitar considerarlo un poco bobo. Amante de los viajes largos, más de una vez tuvo que acortarlos o cambiar de destino porque uno de sus tutelados estaba en riesgo de morir. Así era él.

Irrumpimos en el mundo con una diferencia de tres meses; yo en julio y él en octubre, y enseguida nos hicimos amigos. Nuestras familias veraneaban juntas y me cuentan que habíamos compartido pañales y chupete. Crecimos y, aunque íbamos a escuelas diferentes porque él vivía en el Raval y yo en el Poble-sec, nos reuníamos los fines de semana y durante las vacaciones en Valldoreix, en un chalecito que hicieron nuestros padres junto con un albañil. De niños, él fue más revoltoso que yo y a menudo tuvo que soportar que me pusiesen como ejemplo. No me lo echó en cara nunca. Aún recuerdo con vergüenza la vez que para librarme del castigo que nos dejaba sin cine por la tarde, lo delaté como autor de la travesura que lo había motivado. Tampoco me lo recriminó y aceptó su culpa sin rechistar. Lo que ya no recuerdo es si me llevaron al cine o no; espero que no, por traidor.

Hasta los nueve años fuimos inseparables. Luego, mi enfermedad modificó las cosas; tuve que dejar de ir a Valldoreix y nuestros encuentros se hicieron más espaciados y sin la complicidad de los juegos en común, pues yo no podía correr ni caminar demasiado. Sin embargo, él nunca me abandonó y a partir de los catorce años, cuando ya estuve mejor, adquirimos la costumbre de ir al cine los dos solos cada sábado. O él venía a buscarme a mí o yo iba a buscarlo a él, y juntos íbamos al Padró, o al Condal, o al Arnau, cines de barrio de entonces, de sesión doble y dos duros la entrada. Esta costumbre la mantuvimos durante años, con la única modificación de que a partir de un determinado momento, él venía a comer a casa —le gustaba cómo cocinaba mi madre— y los cines pasaron a ser de estreno.

 A los diecisiete años yo cambié de barrio y me alejé del Raval; por otro lado, nuevas amistades hechas en el instituto y, luego en la universidad, despertaron en mí nuevos intereses e inquietudes. Vicenç, que se había integrado en una pandilla de amigos del barrio, guapo y cariñoso como era, enseguida tuvo novia. No obstante, él seguía viniendo a comer a casa los sábados; pero ahora, después de comer, cada uno hacia la suya. Recuerdo esta fase de nuestra amistad como de emociones contrapuestas; porque si, por un lado, el alejamiento del amigo despertaba un sentimiento confuso de pérdida, por otro, también me alegraba romper con una rutina que empezaba a hacérseme enojosa.

De este modo nuestra amistad se hizo adulta y emprendimos caminos distintos que nos fueron separando, pero sin olvidarnos el uno del otro. Vicenç ha estado presente en todos los momentos importantes de mi vida social y familiar, tanto los buenos como los malos, y yo lo he estado en los suyos. Por mucho tiempo que pasase entre un encuentro y otro, nunca nos hemos sentido extraños al vernos de nuevo y siempre ha habido entre nosotros un sentimiento de unión y afecto que iba más allá de coincidencias y estilos de vida. Leal y monolítico, sé que me quería porque me lo demostraba cada vez que nos veíamos. Yo, inmerso en búsquedas de absolutos y vivencias sublimes, no me he dado cuenta de lo mucho que lo he querido hasta que me ha faltado. Éste ha sido su último favor, su última muestra de amistad: descubrir el amor en mí cuando ya creía que la vida me había dejado yermo.