Momentos

Escribí esto tras una discusión de pareja, que es la peor de las discusiones según mi médico de familia. Y es que en más de una ocasión, tras una de esas discusiones, he ido a visitarlo por las secuelas que me dejan.

Son las peores porque en ellas no se enfrontan ideas o posicionamientos políticos o sociales, que podríamos considerar epidérmicos, sino que entran en juego corrientes emocionales movidas por tensiones profundas del propio yo, que sacan a la luz aspectos de nuestra personalidad que nos cuesta situar y que a menudo enraízan en los territorios más íntimos e inexplorados. En estas discusiones no vale hablar de causas ni razones, si la tengo yo, la razón, o la tiene ella, en realidad poco importa, porque llega un momento en que la razón, la tenga quien la tenga, se pierde y todo se convierte en un insensato intercambio de agravios y reproches. Lo único que cuenta es el resultado, esa amargura infinita que te invade, seguida de una sensación angustiosa de desconcierto y que te pone en cuestión toda una serie de cosas que parecían asentadas: la capacidad de amar más allá del egoísmo, el respeto mutuo, el compañerismo, el deseo satisfecho en el otro, el presente compartido, la tolerancia…

A mí, tras una discusión de pareja todo me tambalea y me refugio en un silencio obstinado que aún la hace más dolorosa para ambos. Pero no lo puedo evitar; estoy dolido y necesito un tiempo para lamerme las heridas. La aflicción proviene tanto de la sensación de haber sido agredido injustamente como de mi respuesta igualmente agresiva; lamento su comportamiento y el mío; cuestiono el agravio, intento comprenderlo, rebajar su importancia, borrarlo de la memoria, pero lo siento clavado en mí como un aguijón que irradia veneno y me enferma el alma. En estos momentos, por mi mente alterada desfilan acciones de ruptura, de huida, retiradas cargadas de resentimiento que justifico en la necesidad de no reproducir más situaciones como ésta, que nos envilecen y llenan nuestras vidas de infelicidad. Imagino escenas dramáticas de despedida, alternativas de soledad, olvidos desesperados e imposibles… Pero al instante intuyo el dolor desencadenado por alguna de estas acciones y me siento atrapado en un callejón sin salida —sufriendo y haciendo sufrir a un tiempo— que me enfrenta a mi debilidad.

Entonces, para no caer en una autocompasión melancólica o en una frialdad rencorosa, paso a considerar todo lo que ha tenido y tiene de valioso la relación, los buenos momentos vividos, las alegrías compartidas, las dificultades superadas, los proyectos en común, los realizados y los que aún esperan…, y procuro cargar bien cargado el plato positivo de la balanza para que el fiel se incline a su favor. E iniciado este proceso, poco a poco, voy recobrando la calma, se diluye la hiel que me amarga por dentro y procuro recuperar el optimismo y la ilusión por esta aventura compartida que es la pareja.

Pero también noto con tristeza que en cada discusión se pierde algo, que en cada disputa el otro plato de la balanza carga un poco más de peso, y temo el momento en que el fiel se incline hacia allí. Lo temo por ella, por mí, por los dos. Porque en una separación todos son damnificados.

Afortunadamente, el mal momento pasó pronto y pudimos celebrar santo y aniversario entre risas y el gozo que proporciona la reconciliación. Perece que el sol brille más tras la tormenta.