Nochebuena

(Nuevo capítulo de muestra de La mirada ocura, de Josep Lorman)

Es Nochebuena. La mala leche me corroe por dentro y no creo que me deje pegar ojo. ¡Y por Dios que lo necesito! Llevo desde las seis de la mañana levantado y aún no he acabado la jornada. A las once y media he de estar allí otra vez. ¡Odio estas fiestas!

Los hijos del vecino no paran de cantar villancicos a grito pelado. ¡Ojalá revienten! Parece mentira esta falta de consideración por los que quieren dormir y no tienen el menor deseo de celebrar que hace dos mil años nació una criatura que luego, de mayor, fue diciendo que era el hijo de Dios. ¿Qué diantre quería decir con que era el hijo de Dios? ¡Aquí, o somos todos hijos de Dios, o no lo es nadie! Lo más sorprendente es que hubo gente que se lo creyó, que era el hijo de Dios; y uno fue convenciendo a otro, y este otro a otro más, y acabó creyéndoselo medio mundo. ¡Y todavía lo siguen creyendo! Parecer mentira. ¡Después de dos mil años y aún hay gente que sigue creyéndose esa historia! Los cabritos de aquí al lado, por ejemplo, que no paran de cantar el maldito ¡ropompompom, ropompompom! A ver si le revienta de una puñetera vez el tambor al tamborilero ese, que según parece fue de los primeros en tragarse el rollo.

La juerga de los vecinos me está poniendo a cien. ¡Noche de paz, noche de paz! ¡No sé qué entienden ellos por noche de paz con los berridos que pegan! Además, seguro que no piensan que, precisamente, por culpa de este nacimiento se desencadenó una de las matanzas más terribles de la historia. Centenares de criaturas degolladas en una sola noche. ¡Estaban bien chiflados los antiguos! Los antiguos y los de ahora, porque mira que se llega a matar gente. En todas partes se mata gente como si fuesen moscas. ¡Y esos inconscientes aún cantan! Llorar es lo deberían hacer hoy; llorar por todos los asesinatos de inocentes que entre noche de paz y noche de paz se cometen.

¿Qué es eso? ¡No jodamos! ¡Ahora han sacado la zambomba! ¡Y por lo que rebuzna la deben frotar con ganas! Creo que a este paso se la cargarán pronto. ¡Zrú, zrrruzrú, zrrruzrú, zrrruzrú! ¡Qué irritante llega a ser el pedorreo de la zambomba! Es el instrumento más absurdo y desagradable que se haya inventado nunca. Aunque por estas fiestas circula por la calle otro instrumento que aún es más desagradable. No es exactamente un instrumento; más bien es una mierda atada a un cordel. ¡Y cómo les gusta a los críos! ¡Roc, roc, rooooc! ¡Roc, roc, rorroooooc! Imita una gallina poniendo un huevo, pero suena algo más quebrado y estridente que un cloqueo.

Además de los gritos y el pedorreo de la zambomba, está esa maldita campana que han colgado justo delante del balcón. El año que viene me quejaré al ayuntamiento. Si quieren adornar la calle, que la adornen, pero que no joroben a los vecinos. Si no cierro los postigos, no hay quien duerma con la luz que entra. Y a mí no me gusta dormir con los postigos cerrados. Cada uno tiene sus manías. ¿Cuántas debe de haber? Doscientas, trescientas bombillas. ¡Dónde vas a parar! ¿Cómo quieren que duerma con una campana de trescientas bombillas pegada a mi balcón? ¡Si veo mejor de noche que de día en la habitación! Mira, ahora me gustaría tener una de esas escopetas de balines de las ferias. Aún me divertiría haciendo estallar bombillas desde la cama. ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Y luego que viniesen los del ayuntamiento quejándose, que me oirían! Así la próxima vez lo pensarían un poco más antes de colgar la iluminación navideña.

¡Ala, venga, otra cancioncita! ¡La madre que los…! No se cansarán, no. ¡Y mira que llegan a ser tópicas las letras de los villancicos! Son de una ternura que da asco. Estoy seguro de que en estos momentos más de un abuelo está llorando de emoción al verse rodeado de toda la familia cantando villancicos. Mujer, hijos, nueras, nietos, hermanos, primos… Todos cantando aquello de a Belén pastores, a Belén chiquitos, que ha nacido el rey de los angelitos. O aquello otro tan lacrimógeno de cuando Dios le vio llorando ante él, le sonrió. ¡Qué idiotez! Un bebé no sonríe nunca; llora o duerme, pero no sonríe. Lo sabré yo, que no pasa semana sin que remoje a unos cuantos y aún no he visto a ninguno que me sonría; casi todos berrean. Y con razón. Yo también berrearía si me echasen sin más ni más un cucharón de agua fría en la cabeza, por muy bendita que fuera. Quizás incluso alguno de estos abuelos llorones espere el milagro de ver sonreír al niño Jesús del belén, como dice la canción. El belén, otra tradición navideña de lo más ñoño. Que les haga gracia a los niños tiene un pase: es la única vez al año que ven a los mayores jugar con muñequitos como los suyos, y eso les gusta, les hace sentirse importantes, pero que alguien que ha pasado de la pubertad todavía se dedique un año tras otro a hacer el pesebre me parece ridículo, un claro signo de infantilismo crónico. San José con cara de bobo, la Virgen embelesada mirando al hijo, que aún no se explica cómo ha sido concebido, el Niño Jesús medio desnudo, temblando de frío, y el asno y el buey, símbolos de la estupidez y de la mansedumbre, mirándolo indiferentes. Lo mejor del belén es el caganer. Exactamente no sé qué significado tradicional tiene esta figurita. Quizás quiere poner de manifiesto el inesperado milagro de la encarnación de Dios; tan inesperado que a aquel pobre le pilló cagando. Quizás su creador pretendía dar una dimensión humana y realista a una escena que le resultaba demasiado rígida. Pero también podría ser que fuese la contribución anónima de un descreído a toda la escenografía del Adviento, un «yo me cago en esto».

¡Vaya! Los vecinos se han callado. A ver, ¿qué hora es? ¡Caramba, las once y cuarto! Me he de levantar. He de darme prisa si quiero estar dentro de un cuarto de hora en la sacristía. ¡Mira que tener que trabajar a estas horas de la noche! Y menos mal que solo hay una misa del gallo al año. Si tuviese que oficiar muchas a estas horas, lo dejaba. Ya no tengo edad para trasnochar. ¡Oh, qué frío hace! ¡Y cómo me duelen los sabañones! Y ahora ponte la sotana y sal a la calle. No, si para mí Nochebuena es la peor noche del año.

 

Joan C imprimió lo que acababa de escribir y lo leyó. Le gustaba. Era algo irreverente, pero aquel cura amargado y descreído reflejaba muy bien lo que él sentía aquella Nochebuena, solo en el apartamento, oyendo el jolgorio de los del piso de al lado. Las fiestas se presentaban duras. Pilar se había llevado a los niños a pasar la Navidad al Val d’Aran con el profesor de danza, que durante estos días lo sería de esquí. (Era un pozo de sabiduría aquel tipo.) Su madre se había ido a Tarragona, a pasar las fiestas en casa de su hermana. Aunque si se hubiese quedado, tampoco le apetecía pasar la Navidad con su madre; deprimida como estaba desde que había enviudado, seguramente le daría por recordar con nostalgia las celebraciones que hacían cuando él era pequeño con los abuelos, los tíos y los primos, y él no estaba para añoranzas remotas; ya tenía bastante con las presentes. A los amigos no los había querido llamar porque le habrían invitado a comer en su casa y no tenía ganas de entrar en un ambiente familiar que aún le hiciese más evidente la pérdida del suyo. De modo que había optado por quedarse en casa y estrenar el ordenador portátil para ver si era capaz de escribir algo. Y se había divertido mientras lo hacía. Se le había pasado la noche casi sin darse cuenta. Lástima que el cuento le hubiese salido tan corto y sólo fuesen las diez y media.

Joan cerró el pequeño ordenador que se había autorregalado (el grande lo había dejado en el piso) y salió a la calle. Hacía frío y la noche era clara. Caminó hacia la plaza de Lesseps y se internó por las calles estrechas de Gràcia. Casi todos los bares y restaurantes estaban cerrados. Aquella era una noche íntima y familiar, que todo el mundo acostumbraba a celebrar entre las cuatro paredes de un hogar. Sólo los parias como él recorrían la ciudad buscando algo que no encontraban. Finalmente vio un pub abierto y entró. En la barra había una pareja que hablaba con el barman y un hombre solo sentado en un taburete. Joan pidió un cubalibre y miró el local. Aparte de los de la barra no había nadie más; un billar americano se había hecho un espacio entre las mesas y una diana con media docena de dardos clavados decoraba la pared del fondo. Tras servirle el cubalibre, el barman siguió charlando con la pareja, y Joan echó un vistazo a su compañero de barra, que le hizo un leve gesto de saludo. Joan le correspondió y volvió a contemplar el vaso de cubalibre. Los minutos pasaban lentos, pero era mejor que estar encerrado en el apartamento mirando un estúpido programa de televisión en el que el cuerpo de baile, formado por varias chicas de culo redondo y varios chicos marcando paquete, repetía por millonésima vez los mismos movimientos sincrónicos que repetían todos los cuerpos de baile de todas las televisiones del mundo. ¿Cómo se podía convertir aquella gimnasia a base de saltos y piruetas al ritmo de la música en el objetivo de una vida? No lo entendía. Y que Pilar se hubiese enamorado de uno de estos individuos descerebrados aún lo entendía menos.

–¿Quieres echar una partida de billar? –oyó que le decían. Era el de la barra.

Joan se volvió. Hacía tiempo que no jugaba al billar. De estudiante había conseguido hacerlo bastante bien, pero después lo dejó; lo cambió por las lecturas; no hacía para un intelectual frecuentar un salón de billar. Pero desde aquella película de Paul Newman y Tom Cruise, el billar había vuelto a ponerse de moda y en casi todos los pubs y bares nocturnos había uno.

–Hace mucho tiempo que no juego –dijo, disculpándose.

–A mí tampoco se me da muy bien… Es por hacer algo –insistió el de la barra.

A Joan le supo mal decirle que no y aceptó. El de la barra era algo más joven que él, de estatura mediana, con el pelo corto y un bigote de cepillo. Tenía un aspecto pulcro y agradable.

Hicieron caer las bolas, las ordenaron dentro del triángulo y empezaron. Al principio la partida iba igualada, pero en cuanto Joan encontró el toque de bola, empezó a ganar.

–¡Caramba! ¿Habías jugado mucho al billar?

–Bastante. Enfrente del instituto había un salón de billares y cada día a la salida íbamos.

La blanca golpeó a la negra que, tras tocar dos bandas, fue al agujero del rincón.

–¡Muy bien! –exclamó el de la barra, que se había presentado como Jordi–. Venga, echemos otra partida.

Y volvieron a empezar. Realmente, Jordi no tenía mucha idea de jugar al billar y Joan optó por darle indicaciones para que mejorase las jugadas.

–Si tiras así, te entrará la blanca detrás. Tienes que bajar la punta del taco y darle un golpe seco a la bola. Así, muy bien.

–Es la primera vez que juego con un contrincante que me dice cómo he de tirar para entrar las bolas –dijo Jordi, sonriendo.

Continuaron jugando un rato más; cuando terminaron, volvieron a la barra y pidieron otra bebida. Jordi tenía una agencia de publicidad, era de Artesa de Segre y vivía solo. ¿La familia? Como si no la tuviese. Había perdido a su madre de muy joven y su padre había vuelto a casarse, y no se llevaba bien con él.

–Pero en estas fiestas…–apuntó Joan.

–Estas fiestas son una mierda, los perores días del año, todo el mundo metido en su casa, hartándose de turrones y cantando villancicos. No las soporto.

Joan estuvo completamente de acuerdo. De modo que salieron del bar y buscaron otro, y luego otro, y otro. A las cuatro de la madrugada ya estaban bastante bebidos y con pocas ganas de seguir el peregrinaje.

–¿Quieres que vayamos a mi casa? –propuso Jordi–. Vivo cerca de aquí. Nos tomamos una última copa y te doy una tarjeta de la agencia para que me pases a ver. ¿Qué te parece?

–De acuerdo –dijo Joan con las mismas dificultades de pronunciación, producto de la borrachera.

Bajaron andando hasta Bruc-Diagonal. Cada vez que querían intercambiar unas palabras tenían que detenerse: caminar y hablar a la vez era más de lo que sus cerebros saturados de alcohol podían coordinar. Aquella noche Joan y Jordi estaban de acuerdo en todo: todo era una mierda, empezando por las fiestas y acabando por el mundo; todos eran hipócritas y embusteros, empezando por los políticos y terminando por las mujeres; nada valía la pena, empezando por la familia y terminando por la vida; solo la amistad, la amistad desinteresada y sincera, como la que les acababa de unir, significaba algo.

El portal de la casa en que vivía Jordi era grande y elegante, con el suelo de losas de mármol blanco, y bien iluminado.

–¿Vives aquí? –preguntó Joan, impresionado.

–Sí.

–¡Caramba, qué lujo!

–Eso de la publicidad aún funciona… No es lo que era, pero aún funciona.

–¡Y mucho que debe de funcionar! ¿Qué pagas de alquiler?

–Nada, no pago nada de alquiler. ¡Je, je, je! –dijo Jordi, riendo estúpidamente.

–¿Qué no pagas nada de alquiler? No me lo creo.

–¡Je, je, je! No pago nada porque el piso es mío… –aclaró Jordi, que seguía riendo–. Lo compre hace cuatro años.

–Debió de costarte un riñón.

–Un riñón y parte del otro. Pero lo compré.

Entraron en el ascensor y Jordi pulsó el botón del ático.

–Pues yo estoy viviendo en un apartamento amueblado; no debe de llegar a los cuarenta metros cuadrados y pago sesenta mil al mes… ¡Se-sen-ta bi-lle-tes! ¡Es una estafa!

–Una estafa… Sí señor, es una estafa… Una verdadera estafa… Y no se puede consentir –dijo Jordi–. Si quieres, puedes venir a vivir aquí –añadió.

Joan le miró. Jordi afirmó con la cabeza con vehemencia.

–Lo digo en serio. Aquí hay sitio para dos, para tres, para cuatro…, para un regimiento… Ya lo verás.

Entraron en el piso. Era magnífico.

–¿Qué te había dicho? Si yo aquí me pierdo…

Seis habitaciones, tres baños completos, sala de estar, comedor, cocina, despensa, lavadero y terraza.

–¿Y por qué compraste un piso tan grande?

–Cuando lo compré éramos dos –dijo Jordi, pesaroso–. ¿Qué quieres tomar?

–Un cubalibre.

Jordi fue hacia el mueble bar y cogió una botella de ron y otra de whisky. Apretó un botón y empezó a sonar la voz cálida de Michael Franks. Joan se sentó en el sofá. Había tipos que vivían como sátrapas. Se recostó, cerró los ojos y se dejó llevar por la música.

El repiqueteo de los cubitos de hielo en el cristal de los vasos lo volvió a la realidad. Abrió los ojos y creyó que soñaba. Jordi estaba delante de él vestido únicamente con un tanga diminuto que apenas le cubría las partes, tendiéndole el cubalibre.

–Es cómodo este sofá, ¿verdad?

Joan, estupefacto, miraba al tipo aquel que acababa de conocer y que se le había despelotado nada más llegar.

–¡Hostia! ¿Pero qué haces así?

–Tenía calor… ¿No has notado que la calefacción está muy alta? ¿Tú no tienes calor?

–No…, no tengo calor.

Joan tomó el vaso que le tendía Jordi, que se sentó a su lado. Lo miraba fijamente, como si lo quisiese penetrar con la mirada. Joan no sabía qué hacer, si detener el acoso mediante el diálogo o huir a toda prisa.

–¿Qué? ¿No te calientas? –preguntó Jordi, insinuante.

Joan se retiró, incómodo.

–No, no me caliento, ni me calentaré. Mira… –se sentía violento y no sabía cómo decirlo–. Mira… A mí no me va este rollo. Me voy.

Jordi le puso una mano en la pierna.

–No te vayas aún…, por favor.

Joan se fue a levantar, pero la mano de Jordi se deslizó hacia la entrepierna y le apretó los genitales con suave firmeza.

–¡Ay! ¿Pero qué haces? ¿Te has vuelto loco?

–Tú me has vuelto loco.

Joan se empezó a asustar. Quizás aquel tipo era un maníaco sexual peligroso. De un empujón se lo sacó de encima y se levantó del sofá.

–¡Venga! ¡Ya basta!

Jordi se incorporó rápidamente y le abrazó. Los dos empezaron a forcejear.

–¡Suéltame, hostia!

El vaso de Joan cayó al suelo y se rompió. Jordi puso el pie encima y se echó a gritar. Inmediatamente la sangre manchó la alfombra de lana natural.

–¡El pie! ¡Me he cortado el pie!

–¡La madre que te parió! Ya te he dicho que te estuvieses quieto.

–¡Oh, Dios mío, mira cómo sangra! Por favor, no te vayas ahora… Te lo suplico –gimoteó Jordi. Estaba blanco como la cera de una vela y parecía a punto de desmayarse.

–Túmbate y levanta el pie –le ordenó Joan.

El corte era largo y profundo, y la sangre salía a borbotones. Joan fue a buscar una toalla mojada y le limpió la herida.

–Creo que te lo tendrán que coser.

Jordi palideció más aún. Joan tomó el vaso de whisky que había encima de la mesa baja de cristal y se lo dio.

–Ten, tómate esto. Voy a pedir un taxi. Te llevaré a urgencias.

Jordi echó un buen trago de whisky y pareció que se calmaba. La inesperada situación y el accidente habían despejado a Joan de golpe.

–¿Dónde tienes la ropa? No puedes ir así al hospital. 

Joan fue a la cocina y recogió la ropa de Jordi del suelo. A pesar de la prisa, la contempló de nuevo. Parecía la cocina de un restaurante moderno. Todo acero inoxidable, azulejos blancos y muebles grises. «Quien lo parió… ¡Cómo vive este mariconazo!» Pero mientras lo veía vestirse con torpeza sintió diluírsele el enojo y la envidia, y lo invadió una especie de compasión fraternal. Al fin y al cabo, ese sujeto era un pobre infeliz que vivía en un palacio, pero que se sentía tan solo y desesperado como él. «Somos un par de desgraciados», pensó.

La llamada telefónica avisándoles de que el taxi que habían pedido los esperaba en la calle evitó que Joan se abandonase a la autocompasión morbosa e inútil, en la que se deleitaba desde hacía semanas. Para incorporarse, Jordi le pasó el brazo por el cuello, pero ahora sin ninguna intención libidinosa, sino para mantener el equilibrio mientras saltaba a la pata coja.

Joan llegó a su apartamento a las ocho de la mañana, completamente agotado. Se había quedado en el Hospital Clínic esperando a que acabasen de zurcir el pie de Jordi y luego lo había acompañado a casa. A pesar del desagradable incidente que se había producido entre los dos y del cansancio, Joan se sentía satisfecho de haberlo ayudado. No era un mal tipo. Antes de dejarlo en la cama, le había pedido repetidamente disculpas por su comportamiento: estaba borracho y no sabía lo que hacía. Sí, era homosexual y lo acababa de abandonar su pareja después de convivir más de cuatro años. Estaba destrozado. Joan, que sabía por propia experiencia qué era aquello de las separaciones, lo disculpó y hasta le prometió que pasaría por la tarde para ver cómo estaba y llevarle un par de muletas para que pudiese desplazarse sin tener que saltar a la pata coja.

Antes de meterse en la cama, Joan leyó de nuevo el cuento que había escrito. No estaba mal. Tenía que volver a escribir. ¡Se había sentido tan bien aquella noche escribiendo! ¿Por qué había dejado de hacerlo? Por la familia, para sacar adelante un hijo y después el otro, para pagar la hipoteca del piso y las letras del coche, para poder alquilar la casa de Vilassar los meses de vacaciones. Bueno, pues ahora ya no tenía familia ni piso, el coche ya estaba pagado y se habían acabado las vacaciones en Vilassar. No había nada que le impidiese escribir de nuevo. Lo haría cada noche, cada fin de semana, cada rato libre escribiría. ¿Qué? Ya saldría algo. Una novela; una novela excelente que presentaría a un premio importante, que no ganaría. Pero daba igual, escribiría otra, y otra… La misma sobreexcitación que le había mantenido en pie hasta aquellas horas de la mañana, ahora le impedía conciliar el sueño. Su cerebro no paraba de elaborar imágenes y pensamientos cargados de optimismo literario. No sabía exactamente por qué, pero estaba convencido de que a partir de ahora todo sería diferente; aquella Navidad, además de señalar el nacimiento de un nuevo ciclo solar, señalaba su propio renacimiento. Su suerte había cambiado. Lo notaba. Quizás porque ya había tocado fondo, porque ya no tenía nada más que perder. No importaba, fuese por lo que fuese, estaba decidido a levantarse a partir de dos actitudes adoptadas aquella noche y que le habían reportado por primera vez en mucho tiempo una íntima y profunda satisfacción personal: una era la actitud de escritor; la otra, la de buen samaritano. A partir de aquel momento su vida giraría alrededor de dos propósitos: convertirse en un buen escritor y en una buena persona. Y con estas dos piedras como cimientos para emprender su reconstrucción, Joan C finalmente se durmió con el espíritu reconfortado y sin tener que recurrir a los somníferos.


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