Noticia de Son Bauló

Cada año, alrededor del primero de mayo, nos toca montar el huerto si durante el verano queremos disfrutar de hortalizas frescas y de proximidad ―más próximas, imposible.

El primer paso consiste en arrancar lo que hemos sembrado en invierno y, a continuación, pasar el motocultor para remover la tierra y esponjarla. Por suerte, estos días ha llovido y el suelo tenía el grado justo de humedad para pasarlo sin demasiado esfuerzo. Ha habido años que para labrar, antes hemos tenido que regar; otros, en cambio, el suelo estaba tan empapado que hemos tenido que esperar a que se secase un poco.

Luego abonamos. Lo hacemos con el compost que obtenemos de acumular restos orgánicos vegetales en unos depósitos situados en un rincón de la fincas, con estiércol ―si tenemos. Y este año teníamos; además, enriquecido con centenares de pulgas― y con un fertilizante mineral conocido como “tres quinces”, que aporta un 15% de nitrógeno, un 15 % de fósforo y un 15 % de potasio. Y volvemos a pasar el motocultor para incorporar el abono a la tierra.

Ahora llega el momento de montar las líneas de riego en función de la distribución de las hortalizas. Cada año Isabel planifica el huerto: aquí, los tomates; allí, los pimientos y las berenjenas; en el extremo, los melones y las sandías; allá abajo, las calabazas, que quieren espacio para extenderse… Pero no sé qué pasa que, por mucho que lo planifique, acaba siendo un caos, y los calabacines se van hacia arriba en lugar de hacia abajo y se mezclan con los melones, y las tomateras se hacen tan enormes y están tan juntas que no puedes pasar entre ellas y has de reptar como una oruga para coger el fruto, si tenía que haber tres calabaceras, acaba habiendo seis…

Cuando ya tenemos tiradas las líneas de riego y hemos comprobado que el agua circula correctamente y sale por los aspersores, extendemos las telas negras que han de evitar que la hierba crezca y, a la vez, conservar la humedad del suelo.

Y llega el momento de plantar. Hay planteles que los hacemos nosotros con semillas que hemos guardado del verano, pero la mayoría los compramos o nos los regalan. Y aquí empieza la deriva de nuestro huerto hacia la selva. Porque a Isabel le sabe mal no plantar todo lo que le regalan, y va haciendo agujeros aquí y allá para colocar las nuevas plantas, que son una variedad exquisita de tomate que le ha dado fulanita, o un tipo diferente de calabazas que le ha traído menganita, o unos melones estupendos de una amiga de su madre… Y al principio, como las plantitas son tan menudas es fácil hacer sitio a algunas más, pero cuando crecen, sobre el espacio que delimitan las telas negras se organiza un caos tremendo de hojas y verdor, enmedio del cual maduran tomates de cinco o seis variedades, pepinos, sandías, melones de piel de sapo, marina, galia y tendrales, pimientos de ensalada y de asar, berenjenas moradas y rayadas, calabazas redondas, alargadas y rechonchas… Y a mí, que me gusta el orden y la armonía, me desespera ver aquella espesura descontrolada, y me digo que el año próximo no pasará. Pero el año próximo llega y acaba pasando lo mismo.

Para terminar, rodeamos el huerto con tiras de flecos de colores. Pero no os penséis que se trata de una muestra de alegría por haber acabado la faena, o un ritual budista a fin de propiciarnos las fuerzas de la naturaleza, no, es simplemente para ahuyentar a los pájaros y a las gallinas del vecino, que han cogido la mala costumbre de entrar en nuestra finca y escarbar y picotear allí donde no toca. Aunque como compensación, tenemos la sorpresa de encontrarnos huevos en los lugares más insospechados y, a veces, aún no están empollados y los podemos aprovechar.

Solo queda programar el temporizador para que dispare la bomba y el huerto se riegue cada día a la misma hora tanto si estamos en la finca como si no.