Noticia de Son Bauló

Desde que estamos en Son Bauló la primavera se ha instalado a nuestro alrededor indiferente a la pandemia y al confinamiento humano. La naturaleza sigue su fluir vital pautado por el movimiento de los astros e Isabel y yo asistimos a ello con un sentimiento ambiguo, entre el gozo del nuevo despertar y la preocupación por el porvenir.

Hoy ha hecho un día espléndido, con una temperatura que ya anuncia el verano. De modo que hemos retirado las alfombras de lana y hemos limpiado la estufa de leña en el convencimiento de que ya no nos harán falta hasta el invierno que viene. Hemos abierto puertas y ventanas para que la casa se ventilase y se llenase de la luz y el calor del sol, que todo lo purifica. Creo que, si pudiésemos tender al sol los enfermos vueltos del revés como los pantalones al salir de la lavadora, el covid-19 no tendría nada que hacer. Pero desgraciadamente no somos unos pantalones y no podemos exponer nuestras entrañas al poder benefactor de Ra.

Fuera, la nueva estación se manifiesta en las coloreadas floraciones y en los trinos y cantos de los pájaros. Estos días se han hecho muy visibles las tórtolas y las palomas torcaces, que vienen a descansar en el ramaje de los algarrobos. Desde que Miquel se llevó las ovejas y los corderos y nos pasó el tractor aprovechando las últimas lluvias, también se acercan las garzas bueyeras, incansables exploradores de los campos recién labrados en busca de gusanos y larvas. Una abubilla nos visita de vez en cuando y nos fascina con su vistoso plumaje y su penacho. Se pasea tiesa y digna, picando aquí y allá cualquier insecto que encuentra en el suelo. Los mirlos cada vez son más desvergonzados y no dudan en aterrizar en el jardín aunque estemos nosotros. Su chillido estridente nos despierta por las mañanas como si los tuviésemos en la habitación. Isabel los tiene aborrecidos porque le arrancan las plántulas del huerto.

Y hablando de huerto. Este año, como nos sobre el tiempo, lo hemos ampliado y hemos puesto las tomateras bien alineadas, con su correspondiente estructura para que trepen por ella desde el principio. A ver si de esta forma acabamos con la selva de pleno verano y los desmoronamientos de estructuras de cañas improvisadas que nos echan a perder parte de la cosecha. Como cada año, además de la variedad habitual de tomates, hemos plantado calabacines, calabazas, pimientos rojos, pimientos de trempó, berenjenas, pepinos, sandías y melones, judías, lechugas y, por primera vez, pimientos italianos. Viendo las plantas tan minúsculas, parece mentira que de aquí a dos meses nos puedan inundar de hortalizas hasta el extremo de no dar abasto en consumirlas.

Días atrás me topé con la familia de tortugas mediterráneas que se mueve por la finca. Las encontré limpiando el terreno de gamones y las medí y fotografié para enviar la información a un grupo de investigación de la UIB que hace un estudio sobre la biodiversidad de las Baleares. Aquí, la tortuga mediterránea (Testudo hermanni) es una especie protegida porque está amenazada de extinción. La grande hacía 15 cm y tenía cicatrices de mordeduras de perro en el caparazón; la pequeña apenas hacía 4 cm y no hubo manera de que asomase la cabeza para fotografiarla. Debía de ser como yo, que no nos gusta que nos fotografíen. Las volví a soltar y ya no las he visto más.

Desde que ocupamos Son Bauló me he topado con tortugas en diversas ocasiones y en diferentes puntos de la finca y siempre ha sido un encuentro grato; al menos para mí, no sé si para ellas también, aunque lo dudo. En cierta ocasión situé una dentro del jardín delimitado con pared seca que tenemos delante del poche con la vana pretensión de que fijase allí su residencia, pero al cabo de unas horas ya había desaparecido. Chino, chano, las tortugas recorren incansables el terreno, con una constancia que hace que no haya distancias para ellas, si no, recordad el cuento de La liebre y la tortuga. De este triscar lento e ininterrumpido tuve evidencia el día que me tropecé con la tortuga grande. Cuando la solté, lo hice en el otro extremo de la parcela que desbrozaba, a unos cien metros de distancia de donde estaba —entre los matorrales cuesta verlas y no quería dañarla con la azada. Pues al cabo de unos minutos, ya la tenía otra vez allá, entestada en querer pasar por donde removía la tierra. No me cabía en la cabeza. Incluso llegué a pensar que quizás fuese otra tortuga. Pero no, era ella, la reconocí por las cicatrices que tenía en el caparazón.

Estos días de encierro forzoso, saturado de malas noticias, de artículos inquietantes, de disputas entre políticos y de impostadas manifestaciones de optimismo, he empezado a envidiar la plácida vida de las tortugas. De veras.