Otoño confortador

Me entristece y, a la vez, me indigna vivir en un país donde buena parte de su población me odia por el solo hecho de pertenecer a una cultura determinada y aspirar al autogobierno del territorio donde esta cultura se manifiesta. Me avergüenza pertenecer a un Estado incapaz de comprender y respetar las aspiraciones de un colectivo humano de decidir libremente su destino político y que hace uso de la violencia institucional para reprimirlas. Y como todo esto me duele, prefiero no hablar de ello, mantenerme firme en mis convicciones y esperar que el tiempo ponga luz allí donde, de momento, todo son tinieblas. Confiar que en algún momento la ceguera y el orgullo quedarán de lado y el diálogo permitirá articular soluciones para que unos y otros podamos vivir en armonía. Pero creo que para esto aún hace falta recorrer un largo camino. Mientras tanto hablaré del otoño.

Si en primavera es la floración de las plantas lo que llena de color el paisaje, en otoño son las hojas de los caducifolios las que pintan de colores cálidos los bosques. La semana pasada tuve la oportunidad de caminar por el Pirineo y fue un gozo. En el valle alto del río Querol los abedules agitaban al viento las pequeñas hojas, que caían como una lluvia dorada sobre los prados y los pastos. Su color amarillo salpicaba de manchas luminosas el bosque de pino negro que ascendía por las vertientes. Y de vez en cuando, los tonos rojizos del serbal de los cazadores destacaban como una llamarada.

Al día siguiente fuimos al pueblecito de Aiguatèbia, en la comarca del Conflent, y caminamos por un sendero entre un bosquecillo de avellanos que mostraban toda la gama de tonalidades entre el verde y el amarillo. De Aiguatèbia a Caudiers de Conflent el camino fue una delicia y me harté de hacer fotografías. Lástima que no hiciese sol y no pudiera disfrutar de la brillantez de los contraluces. Pero tanto daba, me bastaba con los helechos y las ramas arqueadas de los avellanos, que dibujaban una especie de túnel vegetal sobre el camino, para llenar de color el encuadre.

El sábado, remontando el valle de Orlu, en el Ariège, fueron los álamos, los olmos, los mostajos, los arces y las hayas los que coloreaban las riberas del Orièja y cubrían la pista por la que ascendíamos de una alfombra de hojarasca. Más arriba, el valle ofrecía sucesivos rellanos de hierba verde, donde pudimos admirar magníficos ejemplares aislados de haya. En las vertientes, superado el límite del hayedo, aparecía el bosque de pino negro y abedules con los tonos encendidos de los serbales. Mirases donde mirases el paisaje ofrecía un colorido magnífico y te confortaba de las penas mundanas. Era el bálsamo que necesitaba para olvidarme por unos días de tanto desatino.

No obstante, esta exhibición cromática vegetal es un consuelo efímero, el canto del cisne de los caducifolios antes de desnudarse totalmente de hojas para pasar el invierno que se acerca.

Aquella misma noche nevó y el blanco vino a sumarse a la fiesta de color. Yo regresé a la ciudad y me sumergí de nuevo en la baraúnda de amenazas y promesas electorales.