Por el Prepirineo. La Serra Cavallera

Hace un par de semanas mis amigos abusaron de mi confianza. En cuestiones de montaña me pongo siempre en sus manos porque tienen más experiencia que yo. Muy pocas veces soy quien propone el itinerario y, cuando lo hago, es para hacer propuestas mesuradas, que siempre me hacen pensar si no les parecerán poco y se quedarán con hambre. Porque Natxo y Fèlix son dos tragones de montañas; nunca tienen bastante. A menudo salen los dos solos y cuando me cuentan lo que han hecho, siento envidia, pero a su vez celebro mi prudencia por no haberlos acompañado. Si algo te enseña la edad es a reconocer tus límites y a aceptarlos. Pero esta vez me deje engatusar por sus cantos de sirena y me embarcaron en una caminata de casi ocho horas, a lo largo de la cual subimos y bajamos 1.400 m.

La broma consistió en ir de Camprodon a Sant Joan de les Abadesses por la línea de cumbre de la serra Cavallera.

Salimos a las 6 h de Barcelona, llegamos a Camprodon a la 7,45 h i a las 7,55 h empezábamos a caminar para ir a buscar el sendero PR C-190, que se inicia en la curva de la calle de Joan Manés, muy cerca del aparcamiento del Parc Mas Ventós, en donde dejamos el coche. El itinerario es fácil de seguir, porque una vez se toma el PR ya no se deja hasta que se llega a la Portella d’Ogassa, que empiezas a bajar. Solo hay un momento de duda cuando, a cosa de un kilómetro del inicio, encuentras a la izquierda las marcas del PR C-189, que va por la ladera de la montaña. Unos 300 m más adelante, en el Collet del Graner, nos encontramos con las marcas del Meridiano Verde, una ruta que va desde Dunkerque, en el mar del Norte, a la playa de Ocata, en el Masnou. Esta ruta responde a una de esas iniciativas exóticas que conmemoran acontecimientos importantes: en este caso se trata de seguir a pie el arco del meridiano 2° 20' 14,025" E, que a finales del siglo XVIII sirvió para establecer la longitud del metro.

Nosotros dejamos a derecha e izquierda las marcas verdes de la ruta meridiana y seguimos subiendo. El sendero circula justo por el lomo de la montaña entre robles y pinos hasta alcanzar la parte superior, en donde los árboles desaparecen y caminamos sobre una alfombra de hierba reseca, quemada por el frío, que en primavera rebrotará y pintará de verde esta alienación dilatada de cumbres, a 2.000 metros de altura, paraíso de las vacas. Cuando aflora la roca, se trata de areniscas rojizas y calizas del Paleozoico, que se han encabalgado sobre los materiales más recientes del valle del Ter.

La línea de cumbre es una especie de montaña rusa, sube y baja continuamente, y a pesar de que la vista es magnífica tanto hacia el sur como hacia el norte, me canso de subir. Además, tenemos encima una masa de nubes que tenía que pasar durante la noche, pero que ha optado por quedarse, y la luz mortecina que filtra no contribuye en absoluto a alegrar un paisaje invernal de colores apagados. Miro por la pantalla de la cámara y todo me parece opaco y sin relieve, solo el perfil de las montañas contra el cielo me anima a disparar. Nos detenemos y nos entretenemos en identificar siluetas: Puig Estela, Milany y Bellmunt, las Guilleries, el Montseny, Montserrat... Esto hacia el sur; hacia el norte, la gran muralla del Pirineo axial con la mole del Canigó. Casi no hay nieve. ¿Serán así de cálidos los inviernos a partir de ahora? Nos lo preguntamos los tres.

Encontramos un vértice geodésico y nos situamos sobre el mapa. Estamos en el Serrat dels Evangelis (1.894 m). Seguimos, bajamos un poco y subimos a la Pedra dels Tres Bisbats (1.899 m). Suponemos que el nombre tiene relación con los límites de los obispados y que aquí convergen los de Solsona, Vic y Urgell. Descendemos por el Coll de Pal (1.779 m), que debe de llamarse así porque cuando llegas abajo viene el palo de subir a 2.013 m, cota del Puig Estela, la máxima de la Serra Cavallera. La alcanzamos y seguimos adelante; subimos y bajamos un par de veces más y nos situamos en la Portella d’Ogassa (1.792 m), a un paso del Taga (2.038 m). Aquí abandonamos el PR C-190, que sigue hasta Ribes de Freser, y empezamos el descenso a Sant Joan de les Abadesses.

Lo más natural hubiera sido seguir el itinerario señalizado que lleva a Ogassa y que poco antes de llegar a la población enlaza con el camino viejo de Sant Joan, pero como se tenían que hacer dos kilómetros de carretera asfaltada y Natxo es alérgico al asfalto, a la altura del mas Bassaganya nos aventuramos por una serie de pistas y senderos que nos conducen hasta unos prados en donde perdemos el camino que debíamos seguir. Antes nos hemos detenido a comer; pero no de cualquier manera: hemos encendido fuego, Natxo ha sacado la parrilla de la mochila y hemos asado salchichas y bistecs. Total, que ahora son las 16,30 h, llevamos siete horas andando, el autobús de línea que nos ha de llevar de Sant Joan a Camprodon pasa dentro de una hora y no sabemos dónde estamos. Los maldigo y me maldigo a mí por seguirlos. Pero como ya estamos metidos en el lío, debemos salir de él; tras algunas dudas, seguimos adelante guiados por nuestro instinto hacia un collado que vemos más abajo. Y acertamos. Al poco rato de caminar entre matorrales por trochas de ganado, damos con unas trazas de bicicleta que tiran directo hacia abajo y las seguimos. Las trazas nos conducen al Collet del Vent, que era donde teníamos que ir a parar. Y a partir de aquí, tranquilos en cuanto al desenlace de la aventura, nos ponemos a trotar para intentar llegar a tiempo de coger el autobús.

Y lo conseguimos. A las 17,25 h, resoplando, llegamos a la parada y cinco minutos más tarde, puntual como un reloj suizo, pasa el autobús. Viajamos solos y, relajados en los asientos, hacemos broma y nos reímos celebrando la suerte que hemos tenido. Son buenos momentos que compensan del esfuerzo realizado. En Camprodon nos tomamos una cerveza ―yo un té porque llevo unos días mal del estómago― y regresamos.