Reflexiones psicoanalíticas

La herencia (2)

De los padres no heredas únicamente los rasgos físicos, los valores morales y la predisposición a la adquisición de determinados conocimientos y aptitudes, sino también los elementos de su entorno físico y social —marco espacial, parientes, vecinos, amigos, conocidos, etc. Una de las herencias de mi padre fue su maestro, un hombre sexagenario, severo y violento, que convirtió mi infancia en una pesadilla.

A los cuatro años, a pesar de la oposición de mi madre —una más de sus batallas perdidas—, empecé a asistir al Nuevo Colegio San José, del que los únicos docentes eran el viejo maestro de mi padre y su mujer. No sé cuáles fueron los motivos de mi padre a la hora de decantarse por aquella opción y descartar la de mi madre, que me quería llevar al Colegio Academia Nuestra Señora del Carmen, el colegio de moda en el Poble-sec entonces y al que asistió mi hermana, y yo mismo más tarde, pero, más allá del buen concepto que podía conservar de su antiguo maestro y sus métodos pedagógicos —ahora pienso en un posible síndrome de Estocolmo—, creo que el hecho que fuese el más barato del barrio tuvo su peso.

El Nuevo Colegio San José estaba en un piso de la calle de Salvà que, a la vez, era la vivienda del maestro, su mujer y tres o cuatro gatos. Los dos primeros años estuve a cargo de la mujer en la parte de atrás del piso, donde, en una galería luminosa, había varias mesitas bajas, alineadas y rodeadas de pequeños bancos alargados en los que los párvulos nos sentábamos y pasábamos el rato haciendo ganchos y garabatos y memorizando las letras del abecedario. No tengo demasiados recuerdos de aquella etapa: el desagradable olor de pipí de gato que sentía al entrar al piso, los abrigos y las bufandas amontonados en el recibidor impregnándose del hedor, y el trayecto por el corredor oscuro, con dos o tres puertas cerradas, hasta llegar a la galería luminosa donde me sentaba junto con otros niños y niñas.

A los seis años pasé a la clase de delante, con dos balcones que daban a la calle, y en donde había alumnos de 6 a 14 años distribuidos, los pequeños, a la derecha, y los mayores, a la izquierda del maestro, que ocupaba una posición central desde donde impartía la docencia y ejercía su poder sentado en una poltrona tras una mesa de escritorio de madera negra y patas torneadas, que me ha quedado grabada en la memoria. Y a partir de este momento todo cambió y dio comienzo una etapa infernal que duró tres años —habría durado más sino hubiese caído enfermo—, y que me inculcó un terror a la equivocación y a la autoridad que nunca me he quitado de encima del todo. Estoy convencido de que el miedo que pasé en aquella fase de mi niñez cada vez que entraba al colegio y el temor en que vivía ante la posibilidad de equivocarme al copiar el dictado, leer el libro de lectura o recitar la lección me calaron hasta el punto de impregnarme de una inseguridad que he arrastrado toda la vida ante determinadas situaciones y que, junto a otros factores, han marcado mi trayectoria personal en todos los ámbitos.

Educar es una labor delicada en la que la comunicación de conocimientos quizás no tiene tanta importancia como la de facilitar el desarrollo de la personalidad del niño dentro del respeto, la confianza y la seguridad en la sociedad y el mundo que lo rodea. Guiarlo en la adquisición de valores cívicos y responsabilidad colectiva a partir de una convivencia pacífica, exenta de violencia, que lo acoja y acompañe en su asentamiento en el mundo es la labor básica del educador que, a la vez, lo ha de dotar de las herramientas necesarias para la comprensión de este mundo y para hacerle posible la inserción en él en las mejores condiciones posibles en función de las aptitudes.

Limitarse a enseñar a leer, escribir, contar y recitar de memoria lecciones y textos bajo la amenaza de castigos e intimidaciones, cuando no con malos tratos, es un error que afortunadamente nuestra sociedad ha sabido corregir. Como miembro de esta sociedad siento gran satisfacción por la mejora lograda y solo lamento haber sido una de las últimas víctimas del arcaico y repugnante método educativo que resume la máxima “La letra con sangre entra”.