Reflexiones

La fascinación de las pantallas

Viajo a menudo en transporte público por la ciudad y cada vez con más frecuencia me veo rodeado de personas con la mirada clavada en sus teléfonos inteligentes. Yo los miro, pero ellos no me ven, entregados como están a la vida percibida y vivida a través de la pantalla. Y el transporte público es solo un ejemplo; porque allí donde alguien tenga que esperar o el entorno exterior no le reclame una atención especial, las pantallas concentran el interés de la gente, sobre todo si son jóvenes. Ya casi no se ven periódicos o revistas en las salas de embarque de los aeropuertos, ni rostros vueltos hacia las ventanillas del tren o del autobús para mirar desfilar el paisaje, ni se producen conversaciones intrascendentes para matar el rato en las consultas de los médicos. Las esperas ya no son una pequeña parada de la actividad que aprovechas para reflexionar, leer o relacionarte con quien tienes cerca, sino que han pasado a formar parte del continuo vital que fluye a través de las pantallas y que se ha incorporado a nuestra cotidianidad.

Cuando era niño, la única pantalla que podía fascinar era la del cine. Y he de confesar que me fascinaba. Algunos de los recuerdos más vivos que tengo de pequeño están relacionados con determinadas películas: Raíces profundas, Buitres en la selva, Duelo al sol, Siete novias para siete hermanos, Bambi... Cuenta mi madre que cuando los cazadores matan a la madre de Bambi, me puse a llorar tan desconsoladamente que tuvimos que salir del cine. Y cuando pienso en ello, aún siento como si tuviese la sombra de las imágenes que me causaron aquella impresión guardada en algún rincón de la memoria. Debía de tener cuatro o cinco años entonces. En la adolescencia, mi adicción a la pantalla de cine me comportó algún conflicto familiar. Hasta que finalmente acabé convirtiendo la afición en profesión. Pero entonces descubrí la gran diferencia que hay entre hacer cine y ver cine, y me di cuenta de que lo que realmente me interesaba de las películas eran las historias y no cómo estaban hechas. La experiencia juvenil de trabajar en unos estudios cinematográficos si bien me permitió aprender una profesión, también significó una decepción en cuanto al proceso creativo cinematográfico, tan largo y sometido a múltiples imperativos. Comprendí que trabajar en el cine era un estilo de vida, y que trabajar en el cine español de la época ―estoy hablando de finales de los sesenta― no me ofrecía estímulos suficientes. Fue como si al conocerlo por dentro, el cine perdiese la magia, y al perder la magia, la afición disminuyó. No obstante, había aprendido un oficio y las circunstancias hicieron que me dedicase a él durante algunos años a pesar de no estar muy convencido.

Pero me estoy apartando del objetivo inicial de la nota.

La segunda pantalla que irrumpió en nuestras vidas fue la de la televisión, que, por su capacidad de entrar en los hogares e incorporarse a la familia, comportó un cambio mucho más profundo en la forma de vivir que la del cine. Recuerdo que cuando en casa tuvimos el primer televisor ―yo debía de tener catorce años―, los vecinos, que no tenían, pasaban cada noche a ver el programa. Al principio, tener un televisor era un acontecimiento social y las personas se reunían a su alrededor fascinadas por aquella pantalla cuadrangular en blanco y negro.

Luego han venido los ordenadores, los juegos electrónicos, los teléfonos inteligentes, las tablets… Ahora las pantallas nos acompañan a todas partes y su fascinación sigue siendo irresistible. Parece como si la vida hubiese languidecido a nuestro alrededor y se manifestase más intensa y seductora a través de las pantallas. La realidad ha perdido espacio en nuestra percepción para ganarlo la pantalla. Nos admiran más los paisajes pixelados de las pantallas que los que nos ofrece un recorrido en tren o en autocar. Los jóvenes apenas se miran a los ojos porque los tienen clavados en las pantallas, pendientes del wasap o de la última foto que algún conocido ha colgado en el Facebook. Cada vez interactúan menos en el mundo real para interactuar a través de la pantalla. La vida se ha desplazado a las pantallas y nos movemos unos junto a otros ciegos e indiferentes.

Este verano invitamos a unos amigos a pasar un día con nosotros en la casa de Son Bauló. Después de la celebración de la llegada y de pasearnos por la finca, cuando el encuentro pasó a tener algunos tiempos muertos junto a la piscina, en vez de buscar un tema de diálogo o una actividad compartida, nuestros amigos sacaron los respectivos iPhone y ella se puso a enviar y a contestar mensajes y él a proseguir las partidas de Scrabble on line que mantenía con diversos jugadores. De vez en cuando ella nos comentaba algo relativo a lo que sucedía a través de la pantalla o él nos preguntaba qué palabra podía confeccionar con sus letras a fin de que participásemos de su entretenimiento. Yo me fui poniendo nervioso al ver cualquier conversación que Isabel o yo iniciábamos interrumpida por los avisos sonoros de un nuevo mensaje o una nueva jugada. Hasta que llegó un momento que no pude contenerme y les dije que si preferían sus teléfonos a nuestra compañía quizás no hacía falta que hubiesen venido. Se lo dije sonriendo y en tono jocoso, pero a pesar de ello se produjo un momento de tensión. Por fortuna nuestros amigos reaccionaron bien y se disculparon, admitiendo que tenía razón. Escondieron los móviles y a continuación nos pusimos a hablar de cómo llegaban a enganchar aquellos cacharros, eran casi adictivos. Fue una conversación interesante, a lo largo de la cual fueron saliendo algunas de las reflexiones que he expuesto ahora y que recondujeron el encuentro hacia el tipo de relación humana a la que estoy acostumbrado: el diálogo, la broma, la mirada, el gesto y el placer de la mutua compañía.