Reflexiones

Roedores de cine

En el ámbito de la sociología urbana y la antropología cultural ha parecido una nueva variedad de individuos: los roedores de cine (rodentia cinematographica). Se trata de individuos que entran en las salas de cine cargados con cucuruchos de palomitas, crujientes bolsas de caramelos o chocolatinas y refrescos, y que se pasan media película revolviendo, manoseando y royendo estos alimentos. No importa si la película es de acción, romántica o una tragedia y que en la sala se hagan silencios dramáticos, emotivos o expectantes; ellos siguen royendo y poniendo rumor de fondo a la exhibición del film.

A mí particularmente me ponen muy nervioso y procuro alejarme de ellos todo lo que puedo. Pero a veces, tras cambiarme de sitio una o dos veces, llega un roedor de última hora que se sienta a mi lado y me pone frenético. Y no les digas nada, que se molestan y a menudo reaccionan con insolencia. “En ningún sitio dice que esté prohibido comer en el cine”. No, no lo dice en ningún sitio, pero ¿verdad que a nadie se le ocurre ponerse a roer palomitas en una representación teatral o en un concierto en el Palau? ¿Por qué, entonces, en el cine sí? ¿Es que el cine es menos arte que el arte de Talía o el de Euterpe porque no tiene una musa que lo dignifique? Pero si precisamente el cine reúne a todas las musas: la de la comedia, la de la música, la de la historia, la de la danza…; el cine es el arte global, que pide el esfuerzo de escritores, directores, operadores de fotografía, actores, músicos, bailarines, especialistas, montadores y mucha más gente para ofrecer sus producciones al público. Es verdad que hay películas que no merecen ser consideradas obras de arte y que mientras las proyectan tienes que distraerte de algún modo, y roer palomitas o chocolatinas es uno de ellos; pero también estaréis de acuerdo que hay otras que se merecen toda nuestra atención y respeto durante la proyección. Y considero que ponerse a rebañar el cucurucho de palomitas o a arrugar el plástico de un Kinder Chocolate mientras proyectan películas como Boyhood o Winter sleep, por citar dos que he visto recientemente acompañado de roedores, es una falta de respeto a los autores e intérpretes del film, aunque no estén presentes, y a los espectadores que consideran el cine una manifestación artística que quieren admirar en las mejores condiciones posibles.

No hace mucho, mes o mes y medio, habían apagado las luces y me disponía a ver la película, tranquilo, sin roedores cerca, cuando llega una pareja joven, se fijan en la fila en la que estoy sensato y piden pasar. Los veo aproximarse. El chico lleva dos vasos de papel con pajita incorporada en las manos, pero ella no lleva los odiados cucuruchos de palomitas. Y respiro aliviado. Encojo las piernas y pasan por delante de mí; él coloca las bebidas en el agujero del brazo derecho de las butacas que hay a continuación de la mía, se quitan las chaquetas y se sientan. Paciencia, me digo, solo son dos coca-colas, podía ser peor. Y justo cuando acaban los títulos de crédito, ella revuelve en la bolsa que ha dejado en el suelo y saca dos bocadillos; le pasa uno a él y empiezan a desenvolverlos. No puede ser, no es posible que se pongan a comer un bocadillo. Pues sí, se pusieron a comer el bocadillo. Y tuve que asistir al drama de la protagonista, a quien acaban de comunicar que no la readmiten en el trabajo tras una baja por depresión, entre los crujidos del papel de estaño, el rumor de la masticación y los sorbos de coca-cola. ¿Y qué les dices? ¿Que por qué no se van al bar a comer el bocadillo en lugar de venir a comerlo en el cine? Me plateé huir. Pero tenía que molestar a un montón de personas y la película había empezado, y no me atreví. De modo que opté por quedarme y pensar que, con los mordiscos que daban, los dos bocadillos durarían poco, mucho menos que aquellos enormes cucuruchos de palomitas que me tienen aterrado.