Reflexiones

El verano es tiempo de viajes. De hecho, yo acabo de hace uno. Por el norte de Italia; del aeropuerto de Malpensa (Milán) al lago de Como, después a los Dolomitas de Brenta y regreso por el lago de Garda, con una mañana en Verona. Diez días trepidantes, de recorridos en coche y a pie admirando paisajes, monumentos y curiosidades locales. Cuando finalmente volvía a Barcelona extenuado, en un vuelo de easyJet, en un descanso de la lectura se me ocurrió pensar por qué viajamos, por qué nos sometemos voluntariamente a las incomodidades y a los nervios que implica un viaje por territorio desconocido, arrastrando el equipaje de un hotel a otro y entregados a una especie de carrera contra el tiempo para tratar de cumplir los objetivos que previamente se han establecido. Al menos así es como viajamos Isabel y yo. Y la verdad es que querría viajar de otro modo, con más pausa, sin precipitación, disfrutando de los lugares que vale la pena disfrutar; pero no lo consigo. El modelo de viaje exploratorio de Isabel termina imponiendose y pasamos como el viento por un montón de sitios, que fotografío de todos lados para fijarlos en la tarjeta electrónica y, luego, en casa, con calma, recordarlos. Tengo que confesar que a menudo disfruto más de la rememoración que del viaje en sí mismo.

Dicen que viajar es bueno  para superar conflictos personales y estados depresivos, que la obligación de adaptarte a una vida sin rutinas, en la que tienes que resolver las necesidades de subsistencia más elementales, hace olvidar los problemas y te proporciona distracción al tener que enfrentarte a situaciones nuevas y a establecer nuevas relaciones. Y seguramente es cierto. A mí mismo, cuando vivía con dificultad el final de la adolescencia, la idea de viajar y descubrir el mundo me llenaba de ilusión y esperanza. Y de hecho, más adelante, siempre que regresaba de un viaje lo hacía más sereno, con una visión más amplia de las cosas que me ayudaba a comprender ese costoso ejercicio de vivir ―al menos para mí lo fue durante algunos años, hasta que descubrí que para vivir siendo quien era necesitaba tener un objetivo personal, una meta hacia la que dirigir mis pasos con convicción, que no tenía suficiente con la trilogía: trabajo, mujer e hijos. Y elegí la creación como objetivo. Habría podido elegir la ciencia, o la política, o los negocios… Pero me decidí por la creación, y en concreto, la creación literaria. Desde entonces, escribir ha sido mi bote salvavidas, siempre he encontrado refugio en ello y, a la vez, ha sido un reto permanente. Y, cuando finalmente, tras vencer escrúpulos y complejos, lo hice de forma profesional, sentí que me consolidaba, que cuajaba.

Ahora ―seguramente son los años―, ya no vivo el viaje como una experiencia enriquecedora, sino más bien como una molestia. La escritura ―la mía como acto; la de los otros como gozo― me ha llenado la vida de sentido ―a veces forzándola a hacerlo, también es cierto, insistiendo en la obsesión, sublimándola― y no me hace falta huir de la cotidianidad ni buscar aventuras substitutorias que me proporcionen nuevas emociones. Por esto ofrezco resistencia a las propuestas de viajes que me hace Isabel y que tiene que vencer para llevar a cabo alguna, como este viaje a Italia. Y me sabe mal actuar como un aguafiestas; no se lo merece. Pero temo que si no lo hiciese, con su adicción al movimiento y la gran cantidad de ofertas que hay de las compañías low cost, me podría encontrar pasando un fin de semana al mes en cualquier parte del mundo como un multimillonario ocioso. Y no soy multimillonario ni me gustar estar ocioso.