Reflexiones

En torno a la paternidad

Un problema de salud de mi hijo, que afortunadamente no ha sido tan grave como se podía temer, me ha tenido preocupado unos meses y me ha hecho vivir sensaciones y emociones diversas. La primera fue de turbación cuando me comunicó la noticia, seguida de una angustiosa sensación de impotencia ante un hecho que se escapaba de mi control. Porque ja no era una enfermedad propia, sobre la que puedes ejercer una cierta influencia en su proceso, ya sea hacia la curación o hacia la asunción de su existencia, sino la enfermedad de otra persona, de alguien que sientes como propio, una especie de prolongación de ti mismo, que es como siento la paternidad. Un hijo es la ampliación de tu yo –física y anímicamente– al dolor y a la adversidad. Y también, claro, a las alegrías y satisfacciones. Pero éste no era el caso.

Durante este tiempo ha habido momentos en los que el recuerdo de su infancia se ha hecho tan vivo que me parecía que volvía a tener ante mí el niño por el que tenía que velar. Una música, una fotografía, un objeto me evocaban el pasado juntos y me sumergían en la melancolía al asociar su imagen tierna e inocente al sufrimiento. Y me he dado cuenta de que para los padres, el hijo siempre es el niño que fue y que tuvieron bajo su amparo. No importa la edad que tenga, treinta, cuarenta, cincuenta años…, en tu interior el hijo adulto es la criatura indefensa que necesita de ti, pero sobre la cual ya no puedes aplicar ninguna decisión, porque ahora las decisiones son suyas. Se ha convertido en una persona independiente con sus propios afectos y valores, su propia percepción del mundo y de él mismo, que muy posiblemente, a causa de la distorsión de la paternidad, de aquella relación de dependencia que existió entre los dos, eres quien menos conoce.

Y esta es otra de las cuestiones que me inquietan: la incapacidad de conocer a mi hijo desde otra perspectiva que no sea la de padre y que me provoca una cierta inseguridad en nuestra relación adulta. Porque esto me genera dudas sobre mi acierto a la hora de establecer el distanciamiento que la vida impone, este no saber si estás demasiado lejos de él o demasiado cerca, si tu silencio es lo bastante discreto o excesivo, si tu presencia en su mundo adulto es la justa, la que necesita, o se siente molesto por un alejamiento exagerado.

Siempre he sido de la opinión que el éxito de los padres en el proceso educativo de un hijo es crear un ser independiente y autónomo, capaz de hacer frente a la vida solo, de establecer sus propios vínculos afectivos y situarse en el mundo. En definitiva, de construir una personalidad sólida y completa, con la modificación de los afectos que eso comporta. En consecuencia, creo que su madre y yo hemos hecho un buen trabajo. Pero, a la vez siento que el éxito logrado me ha dejado una sensación de pérdida indefinida, la añoranza de un tiempo y una relación irrecuperables.

Pienso que con los años, la paternidad se va desdibujando como vínculo afectivo en el hijo, abocado a su propio futuro, mientras que en los padres sigue vivo debido a su inevitable vinculación al pasado, cada vez más intensa a medida que se envejece y el futuro deja de ofrecer expectativas. Y hasta llega el momento que tu paternidad longeva se convierta en una carga para el hijo, que ha de asumir velar por ti. Y éste es un momento que también me preocupa, porque significa tener que aceptar la decadencia, perder la autonomía y entrar tú mismo en una nueva fase de tutela, con lo que comporta de sufrimiento en el amor propio, si es que todavía te queda consciencia de tenerlo.

Me gustaría tener la fortuna de una muerta súbita o poder conservar la energía, el valor y la lucidez suficientes para, llegado el momento, poder hacer un último servicio a mi hijo y liberarlo de la responsabilidad pesada y dolorosa de tener que acompañarme en esta etapa final de ruina física y mental de la senilidad extrema. Querría que mi ser se diluyese en la nada en el momento oportuno, justo antes de iniciar el declive final, el que te desposee del yo que te ha acompañado toda la vida y te transforma en un cuerpo humano palpitante que tan solo espera el tránsito definitivo.

(Foto bajada de Internet)