Reflexiones

Amor y civilización

La gran mayoría de creyentes en una religión lo son por las respuestas que esta religión proporciona a las grandes preguntas sobre la existencia y, especialmente, sobre la muerte. En la fe buscan unas pautas que los orienten en cuanto al comportamiento moral, la posibilidad de obtener el perdón cuando las transgredan y aplacar el tormento de la mala conciencia, y, sobre todo, la promesa de una vida eterna y bienaventurada que los compense de sus sufrimientos en la tierra, ya sea mediante la ascensión al Cielo, la entrada al Paraíso o con la reencarnación. Es básicamente la tranquilidad personal lo que les motiva a creer.

Pero esto no es lo que querían transmitir originalmente los maestros y profetas de la antigüedad, sino la mistificación de los sacerdotes. El mensaje de estos grandes hombres no fue y no es un mensaje para el sosiego del alma individual sino un mensaje de paz y amor que quiere vencer la tendencia natural del ser humano hacia una supervivencia entendida más en términos de rivalidad con sus congéneres, que de concordia. Y a partir de aquí, de esta lucha por obtener el control de los recursos que garanticen la vida del grupo, derivan el egoísmo, la envidia, el odio, la violencia y todos aquellos comportamientos que llevan a enfrentarnos los unos contra los otros como las bestias. Ellos lo veían claro, intuían que guiados tan solo por el instinto más primario, la sociedad humana no progresaría hacia el bienestar de todos sus integrantes.

Y no se equivocaban.

Nuestro espectacular progreso científico y tecnológico no hace más que enmascarar el gran fracaso en el progreso espiritual, por decirlo de algún modo. Día a día, el mensaje de paz y comprensión que predicaban los grandes maestros se ve enmudecido por el clamor de millones y millones de desheredados de todo el mundo, que no paran de aumentar. Cuando no es una causa, es otra, pero la desgracia se extiende sobre la tierra de manos de individuos con uniformes militares, trajes bien cortados y corbata, batas blancas, vestiduras talares…, y con un único resultado: dolor y desesperación.

La paradoja es que en esta búsqueda del bienestar material que orienta sus pasos, la sociedad humana está consiguiendo todo lo contrario. Porque no solamente el número de individuos castigados por los flageles de la guerra, el hambre, las enfermedades y la pobreza aumente, sino que el mismo planeta donde se desarrolla nuestra vida está en vías de una transformación de consecuencias nefastas a medio plazo.

Vivimos engañados; engañados por nosotros mismos; vivimos prisioneros de una transitoriedad egoísta que nos hace olvidar que somos herederos de un legado que debemos transmitir; vivimos persiguiendo metas vanas sin darnos cuenta de ello, y tan solo ante grandes catástrofes humanas somos capaces de preguntarnos, atónitos, que está pasando. Muy sencillo. Lo que pasa es que hemos creado una civilización movida por la codicia ―traslación a escala humana del beneficio. Nuestro mundo, nuestras relaciones están impregnadas de este veneno que nos enseñan muy pronto en los institutos y universidades. El concepto de bien común es un concepto abstracto y desacreditado que se ha sacrificado al de beneficio. La política de los estados ha quedado subyugada por el poder económico de las sociedades anónimas y financieras, construido durante siglos sobre el concepto de beneficio. Y en estos momentos el control de nuestras vidas no está en manos de los políticos que elegimos y que nos representan ―no en todas partes los políticos representan a los ciudadanos―, sino de los consejos de administración de las grandes empresas que controlan la riqueza en el mundo ―esto sí que es en todas partes igual.

Por fortuna, todavía hay personas que son capaces de comprender la transcendencia del amor en las relaciones humanas y, si tienen capacidad creativa, convertirlo en el eje de su obra. Admirarla es una de las pocas cosas que en estos momentos me conforta.

Esta nota la he escrito después de ver la película Frantz (2016), de François Ozon, que la podría resumir como un extraordinario homenaje al amor en el sentido más amplio. La reflexión sobre la religión me la ha inducido la película Silencio (Silence, 2016), de Martin Scorsesse. No tienen nada que ver una con otra, per vistas una tras otra y meditadas, me han conducido a hilar esta lamentación. Pido disculpas a los lectores. 

(Imágenes bajadas de Internet)