Reflexiones

La influencia imperceptible de los ancestros

Dentro la fase de documentación para escribir la última parte de la novela que tengo entre manos, hace unos días terminé de leer Raíces, de Alex Haley. Cuando fue publicada en el año 1976, Raíces (Roots. The Saga of an American Family) se convritió rápidamente en un best-seller, y al año siguiente ya se había hecho una serie de televisión que popularizó el personaje de Kunta Kinte, el africano que, trasladado a los Estados Unidos en un barco negrero y vendido como esclavo, dio origen a un linaje afroamericano del que Haley era descendiente por línea materna.

La novela no es ninguna joya literaria, pero es eficaz y me ha sido útil. Y, sobre todo, parte de un hecho y hace un recorrido que yo también llevé a cabo y por el que sentí la misma fascinación que sintió Haley cuando lo hacía. Me refiero a la búsqueda de los antepasados. El punto de partida de Raíces son las historias que, de pequeño, había oído contar a su abuela y a las hermanas y primas de ésta sobre un personaje al que llamaban “el africano” y por el que sentían una gran veneración. A partir de aquí Haley inicia una investigación larga y paciente que finalmente lo conduce al poblado en el que nació su antepasado y de donde lo arrancaron los traficantes de esclavos hacia dos siglos. Los tres últimos capítulos de la novela, Haley los dedica a explicar todo su periplo y la intensidad emocional con que vivía cada paso que daba, cada nuevo hallazgo que le abría camino hacia el siguiente hasta llegar al éxtasis final al escuchar por boca del griot del poblado de Juffure, en Gambia, un relato de la captura de Kunta Kinte que coincidía con el de sus parientes. Dice que en aquel momento se le heló la sangre y un sollozo profundo fue subiéndole desde el interior hasta hacerlo estallar en llanto.

Hace unos años yo viví una especie de catarsis parecida en Estadens, un municipio del departamento del Haute-Garonne, en la región de Occitania, cuando descubrí en el último libro de registros bautismales que conservaban en el ayuntamiento un tal Mathieu Normand, nacido en aquella localidad el año 1698, hijo de Jean Normand y Martha Faulin, que ponía fin a la búsqueda que había iniciado hacía año y medio a partir del certificado de bautismo de mi abuelo. Durante este recorrido, que me llevó a Roquetas de Mar (Almería), Adra (Almería), Maracena (Granada) y, finalmente, a Estadens, fui desenterrando del olvido a toda una serie de personas cuya existencia había hecho posible la mía propia. Y a lo largo de este proceso no podía evitar sentir en determinados momentos una extraña emoción al descubrir nacimientos y matrimonios, direcciones y oficios, y también defunciones, de esposas, de maridos, de hijos… En las salas donde rectores y archiveros me traían viejos volúmenes de registros, censos y padrones, encuadernados en cuero y guardados en cajas polvorientas, iba reconstruyendo un pasado remoto del que yo era parte del resultado. Constataba hechos, deducía relaciones, imaginaba escenas y, cuando al anochecer salía a la calle y echaba a caminar hacia el hostal en el que me alojaba, sentía que aquel conocimiento aparentemente inútil no lo era del todo, que me reportaba una íntima satisfacción identificar el rastro de aquellos parientes difuntos, que aquellas raíces profundas me nutrían de alguna forma. Y ya no pude detenerme hasta que los documentos registrales se terminaron. “Durante la Revolución se quemaron muchos registros eclesiásticos. Éste que le he sacado es el más antiguo que tenemos en el Ayuntamiento y no sé dónde puede seguir buscando”, me dijo el alcalde de Estadens, pesaroso, tras haber compartido la alegría del hallazgo conmigo.

Entonces, ante la imposibilidad de seguir un rastro seguro, solté la imaginación y quise situar el origen familiar en un normando que llegó por mar al sur de Francia en una de las muchas incursiones que este pueblo de navegantes hizo durante la Edad Media en el Mediterráneo; un marinero, un comerciante o un colono, vete a saber, a quien los naturales del lugar en el que se estableció acabaron aceptando y substituyéndole el impronunciable nombre vikingo por el de su procedencia: el Normando ― "lo Normand", en occitano. I con "lo Normand" se quedó él y su descendencia. Con los años, el nombre fue modificándose; en el cementerio de Estadens encontré tumbas con Normand, Normant, Lormand y Lormant. Y al venir a España, el Normand originario adopta una versión simplificada y aparece el Lorman que identifica la prole de aquel antepasado occitano.

Provenimos de un pasado que se pierde en la inmensidad de los tiempos, y, en rigor, la búsqueda genealógica es inabarcable. Ciertamente. Pero la experiencia que viví mientras recorría aquel brevísimo tramo hacia los orígenes por la vía de mis antepasados paternos fue intensa. Porque mientras duró, sentí que aquel recorrido tenía algo de sanador; el hecho de ir descubriendo parientes y más parientes me consolidaba y me daba una perspectiva de la existencia como un hecho colectivo que hasta entonces no había tenido presente.

Con la modernidad se ha impuesto un individualismo que cada vez reduce más el concepto de familia e, imperceptiblemente, nos aísla. Envanecidos por el progreso científico y tecnológico, ignoramos las raíces y no las creemos necesarias. Pero ellas son las que nos fijan a la vida tal como somos. Y descubrir la profundidad en que se hunden y reflexionar sobre ello nos sosiega. Alex Haley también lo vivió así y, con él, millones de afroamericanos que en Raíces vieron reflejados sus propios antepasados. De ahí el éxito del libro.