Reflexiones

Lovecraft y yo

En 1972 ―hace ni más ni menos que 45 años―, Josep Maria Beà y yo abordamos un proyecto que ofrecía una interpretación del mundo fantástico y perturbador de H. P. Lovecraft, autor mítico dentro del género de terror y creador de un estilo de asustar al lector que hizo escuela. Terminado el proyecto y ofrecido a diversas editoriales extranjeras, fue aceptado por New English Library, una editorial londinense especializada en este género. Pero en el último momento y una vez la obra ya estaba terminada, se desdijo de publicarla y Seres, dioses y espacios ―que es cómo titulamos el libro― quedó encerrado en un cajón.

Ahora, Trilita Ediciones, el nuevo editor de J. M. Beà, está dispuesto a darle vida. Una buena noticia, diréis. Sí, en efecto, es una buena noticia, pero cuando Beà me la comunicó por teléfono y pensé que tenía que volver sobre el tema Lovecraft, me angustié más que me alegré, porque aquello significaba reabrir una puerta de mi pasado que consideraba definitivamente cerrada.

Mi interés por la obra de Howard Phillips Lovecraft tiene su origen en la fascinación por la literatura fantástica y de terror que experimenté al final de mi adolescencia y durante la primera juventud. La viva inquietud que producían las obras de este género en el joven impresionable que era alcanzó su máximo cuando descubrí a Lovecraft. Fue con la lectura de En las montañas de la locura. El enfrentamiento de aquel grupo de científicos de la Universidad de Miskatonic con lo inexplicable, en el espacio helado del continente antártico, era tan increíblemente veraz, estaba tan bien argumentado y construido, que llegué a considerar, estremecido, la posibilidad de que el descubrimiento de la civilización de los Antiguos fuese real.

A pesar de que por aquel entonces ―segunda mitad de los años sesenta― Lovecraft era un autor poco conocido en España, localicé algunas de sus obras traducidas al castellano y me estremecí de nuevo con El horror en Dunwich, El caso de Charles Dexter Ward y otros relatos. En el año 1969, Alianza Editorial publicó Los Mitos de Cthulhu; allí leí por primera vez La sombra sobre Innsmouth, una de las narraciones de Lovecraft más inquietantes y celebradas, y que ha dado pie a una adaptación cinematográfica ―Dagon: la secta del mar (2001)― y a diversas variaciones sobre el mismo tema, entre ellas La pell freda, del catalán Albert Sánchez Piñol. Naturalmente, mi afición por el género de terror hizo que mis primeros escritos fuesen protagonizados por personajes atormentados, que se movían por espacios y atmosferas opresivos, en busca de sí mismos o de algo sobrenatural que les conducía inevitablemente al desastre.

En este contexto, el compromiso adquirido con la editorial londinense hizo que me lanzase de lleno al estudio de la obra completa de H. P. Lovecraft, que conseguí reunir a través de una editorial norteamericana especializada en este autor ―Arkham House Publishers. Pero a medida que me sumergía más y más en el mundo horripilante de Lovecraft, sentía que yo mismo iniciaba, peldaño a peldaño, un descenso a los infiernos. Aquellos relatos supuraban una pestilencia que me fue calando hasta hacerme perder la alegría y convertirme en un individuo nervioso y taciturno. No sé por qué, no me los podía tomar a broma, me laceraban. Además, la presión que significaba tener que terminar la obra en un plazo concreto ―seis meses―, me angustiaba. Y temí recaer en el proceso depresivo que había sufrido unos años atrás y que me llevó a visitar a un psiquiatra. Entonces recordé lo que me dijo en la primera visita tras contarle mis aficiones y angustias. “Lo que tienes que hacer es dejar de leer las tonterías que lees y buscarte una novia”. Y aunque no le hice caso del todo, porque seguí leyendo y escribiendo tonterías, en la cuestión de la novia tuvo razón. Pero en aquellos momentos no podía dejar de lado aquella literatura morbosa que me alteraba: un compromiso firmado y la perspectiva de publicar e iniciar una carrera como escritor me obligaban a continuar.

Finalmente y después de pedir dos aplazamientos, en enero de 1976 terminamos la obra, y tanto Beà como yo quedamos liberados de un trabajo que nos había hecho sufrir mucho más de lo previsto. Porque si yo acabé harto de describir criaturas monstruosas y divinidades perversas, él acabó tan harto como yo de dibujarlas. De modo que el día enviamos el paquete a las brumas londinenses, lo celebramos. Y desde aquel mismo momento, saturado de espantos y misterios, de visiones perturbadoras y murmullos enloquecedores, la etapa de la literatura fantástica quedó cerrada.

Por esto la noticia de tener que resucitar Seres, dioses y espacios me angustió más que me alegró. Significaba retomar un tema cerrado, despertar recuerdos de un período de mi vida que, desde la distancia en el tiempo y la madurez, me parece de confusión y desconcierto, de búsqueda errática de mi lugar en el mundo y de mí mismo. Y siempre es doloroso hurgar en los desaciertos, aunque pueda resultar terapéutico.