Reflexiones

La revuelta catalana

Ayer estuve dieciséis horas de pie ante el Instituto Maragall defendiendo mi derecho a voto y, una vez ejercido, que no me lo robasen. Fue peor que una excursión de Natxo. Por suerte, allí no vino ni la guardia civil ni la policía nacional y no fui golpeado, como sí que lo fueron otras personas unas calles más allá y en otros puntos del país por hacer lo mismo que yo hacía.

En momentos como los que vivimos en Catalunya es difícil mantener la serenidad ante los ataques que, según el gobierno español y los que lo apoyan, nos merecemos. Nos merecemos la persecución, la descalificación, el insulto, el golpe y la vejación porque no queremos continuar alimentando un sistema político e institucional basado en la defensa de los privilegios de la minoría que se reparte el poder en España, formada por terratenientes reciclados a banqueros y empresarios, altos funcionarios, militares y políticos heredados del pasado franquista y de más atrás, puesto que las raíces de este sistema sustentado en el amiguismo y la corrupción se hunden en aquella España borbónica y cortesana que vivía de explotar el campesinado nacional y las colonias.

Hasta el momento nuestra democracia es incapaz de desenraizarse de una visión colonial del Estado sobre el territorio, que considera de dominio propio y no de los ciudadanos. Todo está reglamentado y legislado a fin de mantener esta concepción, interiorizada por la propia ciudadanía hasta el punto de que buena parte de ella se identifica con este ideario e, indiferente a la corrupción política y al engaño, vota repetidamente al partido político que es su estandarte: el Partido Popular.

Corrientes ideológicas inspiradas en la libertad, la igualdad y la justicia social han intentado a lo largo de la historia cambiar la situación, pero han fracasado. La alianza de la minoría poderosa y la corte con el estamento militar ha situado a dictadores al frente de España cada vez que la voluntad popular lograba la correlación de fuerzas necesaria para favorecer el cambio. Y ahora, nuevamente, Catalunya pone a prueba el modelo. Porque lo que está pasando en Catalunya, su voluntad de separarse de esta España castiza y marrullera, pronta a desenvainar el sable, no es solo una reclamación identiraria, sino el deseo de un pueblo de deshacerse de un modelo de estado que persigue su empobrecimiento económico y cultural a fin de vencer su terca resistencia a la sumisión. “Se trata de españolizar a los catalanes”, como decía el ministro José Ignacio Wert.

Este pasado 1 de octubre vimos que el proceso de españolización de los catalanes continua, no ya con nuevas leyes y disposiciones encaminadas a debilitar sus instituciones de gobierno, sino a golpes de porra. La máscara de demócrata del gobierno español y de los poderes que representa ha caído y esgrime su rostro natural de prepotencia y desprecio hacia todos aquellos que considera destinados a servirlo. Y la pregunta ya no es únicamente que hará Catalunya ante esto, sino ¿hasta cuándo la ciudadanía española seguirá secuestrada por la propaganda manipuladora de un estado obsoleto, impropio de un país moderno, de un país del siglo XXI?