Reflexiones

Sobre presos políticos, o no. (Poco importa el calificativo ante el hecho injusto)

Hace cien días que Oriol Junqueras y Joaquim Forn están en la cárcel en carácter preventivo —algunos más Jordi Sànchez y Jordi Cuixart— ante el riesgo de reincidir en los delitos de los que se les acusa y su peligrosidad como agitadores de masas e incitadores a la violencia.

Independientemente de la falsedad de las acusaciones y la arbitrariedad jurídica que implica mantenerlos encerrados, es obvio que la finalidad del encarcelamiento de estos cuatro líderes del independentismo es la venganza por el desafío que una parte importante de la sociedad catalana está haciendo al Estado español. También hay una clara advertencia de lo que le puede pasar a todo aquel que se mantenga firma en su ideario independentista y, sobre todo, hay una voluntad de humillación evidente. Encerrar a Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart y obligarles a justificarse, a dar explicaciones de sus actos ante el juez y a acatar una sentencia injusta, de la que el propio juez estoy seguro que ha de ser consciente más allá del deber que le ha asignado el gobierno de Rajoy de convertirse en garante de la Constitución de 1978 y la unidad de España, y único interlocutor de la Catalunya independentista, es claramente una represalia y un castigo degradante por no pensar como tocaría.

 Pero lo que no ha considerado el Estado al actuar así es que la humillación, cuando se fundamenta en el abuso y la injusticia, no veja a quien la padece, sino a quien la practica. Y que la intensidad y el alargamiento de la humillación es directamente proporcional a la vergüenza y la ignominia que cae sobre quien la ejerce y los que le aplauden. Hurgar en la herida, regodearse en la debilidad de la víctima y querer hacer aumentar su sufrimiento como manifestación de triunfo, es avanzar por el camino de la descalificación moral para instalarse en la embrutecedora realidad de la ley del más fuerte; es entrar a reivindicar la arbitrariedad y la barbarie como norma de relación y convivencia entre las personas frente a la tolerancia y el diálogo. Es abandonar la civilización para regresar a la selva.

¿Y si es que nunca la hemos abandonado?

Esta pregunta me mortifica.