Reflexiones

Acabo de leer un artículo en el Ara, de Salvador Cardús, titulado “Viure sense futur”. Minutos antes, Isabel me anunciaba, después de hablar con una prima suya que vive en Madrid, que se jubilaba. ¿La razón? No quería volver a compartir aula con setenta alumnos. Y es que la prima, una alta ejecutiva retirada, le ha vaticinado un futuro de riesgo permanente de pandemia hasta que no se encuentre una vacuna para el COVID-19. Y cuando se encuentre para el 19, aparecerá el 20, y luego el 21, y viviremos de confinamiento en confinamiento, amenazados permanentemente por enfermedades de nueva generación, forzados a cambiar hábitos y vivir en la precariedad de un futuro incierto. El artículo venía a anunciar lo mismo.

Estos dos inputs, uno tras otro en cuestión de minutos, me han abocado a imaginar la vida en estas condiciones. Y he pensado que nos adaptaríamos, porque ya nos hemos encontrado en situaciones parecidas y la especie ha seguido existiendo tozudamente. Estamos programados para eso; nuestros genes nos construyen y nos dotan de recursos y estrategias para perpetuarnos y perpetuarse. Lo que tendremos que hacer, si es que efectivamente pasa, es cambiar comportamientos, movernos menos y con más precauciones, asumir que, como en otras partes del mundo ya hacen millones de personas sin la pandemia, vivir es simplemente llegar a mañana.

Sí, a mí también me inquieta un futuro como el que entrevé la prima de Isabel o apunta Salvador Cardús. Me imagino tenerme que vestir de astronauta cada vez que salgo de casa y, cuando vuelvo, pasar por debajo de un arco de esterilización que se habrá incorporado a la entrada de todas las viviendas. Diferentes variantes de burkas se pondrán de moda entre las mujeres, con lo que ir a ligar en las discotecas será como jugar a la ruleta rusa. El teatro se limitará a ofrecer monólogos a un público aislado en bolsas de plástico, y los partidos de futbol se jugarán en estadios vacío, llenos de miles de espectadores de porexpan que un sonido registrado hará ruidosos y entusiastas. Pasaremos la mayor parte del tiempo en casa haciendo teletrabajo o aturdiéndonos con la gran oferta de entretenimiento para todo tipo de dispositivos y pantallas, y quizás vuelva a ponerse de moda hacer calceta, como hacía mi madre, o bordar con tambor, como hacía la madre de mi padre, que en el barrio conocían como Antonieta, la bordadora.

No sé qué pasara. Y en estos momentos no creo que haya mucha gente que lo sepa; incluso los nigromantes de la economía parece que tienen la bola de cristal empañada. Solo los predicadores del apocalipsis se frotan las manos de satisfacción pensando que ya ha llegado, que por fin está aquí, que el Mal, encarnado en un microorganismo que se ha hecho viral, como un chiste en internet, se está encargando de poner las coses en su sitio y acabar con la Sodoma y Gomorra de la globalización. A estos especialmente dedico los versos de Coleridge:

Toda la naturaleza parece funcionar. Las babosas salen de sus escondrijos. / Las abejas se agitan; los pájaros aletean… / Y el invierno que se adormece al aire libre, / muestra en su rostro sonriente un sueño de primavera.

La nuestra en algún momento también llegará y podremos volver a salir al aire libre como las bestezuelas del poema. Al menos, confiemos en ello.