Reflexiones

Ya llevamos más de un mes confinados y desde que estoy en Son Bauló no he salido de los límites de la finca. Isabel no me deja  ir ni a comprar. Dice que soy persona de riesgo y que es mejor que salga ella, que es más joven. Creo que, además de la buena intención, también lo hace porque, cuando sale, aprovecha para dar un paseo a orilla del mar, respirar el aire vitalizador, cargado de iodo, y comprobar que sus queridas rocas siguen en el mismo sitio a pesar de los temporales y la pandemia, y que en verano podrá volver a bañarse. Lo que no tiene tan claro es si lo tendrá que hacer sola cuando le toque el turno o se podrá encontrar con las amigas. Quizás tendrán que nadar manteniendo la distancia de seguridad de dos metros y hacer tertulia acuática a gritos.

A mí, la verdad, el confinamiento me está afectando poco. Hago la misma rutina que cuando estoy aquí: comer, andar por el campo unas horas con la azada o la motosierra, leer, mirar películas y dormir. De hecho, los que ya tenemos una cierta edad y la incerteza del futuro no nos preocupa demasiado, porque ya nos queda poco futuro, sentirnos eximidos de las pocas obligaciones que tenemos por una causa de fuerza mayor nos proporciona una tranquilidad de espíritu inesperada. Lo hablaba ayer con un amigo por vídeollamada, él también se siente más sosegado que antes, sin la necesidad mortificante de tener que hacer algo porque el tiempo es oro y es preciso aprovecharlo. Ir al gimnasio, o a clases de inglés, o hacer un viaje sin ganas, simplemente porque toca… Es como cuando era pequeño y me libraba de ir a la escuela porque estaba enfermo; entonces, un bienestar interior me inundaba al sentirme eximido del cumplimiento del deber, era como si recuperase la felicidad virginal, anterior a la expulsión del Paraíso.

El amigo me decía que, por fin, con el confinamiento, había superado la moral judeocristiana que te inculcan desde niño y que te empuja a convertirte en una persona de provecho cuando tu vocación, quizás, es la de ser un vago de solemnidad, un diletante de la vida. Me confesaba que estos días duerme como no había dormido nunca antes, que se levanta tarde, a las nueve —aquí es preciso aclarar que este amigo tenía una granja de patos y llevaba años, sábados y domingos incluidos, levantándose a las cinco de la mañana, y las nueve, para él, vienen a ser las doce para cualquier otro—, que desayuna tranquilamente, a continuación lee el periódico sin la mala conciencia de tener que salir a hacer deporte u ocuparse de los nietos, seguidamente sale al balcón a tomar un poco el sol mientras lee una novela —incluso se quejaba de que lleva un par de  días que coincide con un vecino que le da conversación de balcón a balcón y le fastidia porque él no tiene ningunas ganas de charla—; después, comía, hacía una siesta y, cuando se despertaba, escuchaba un poco de música; al atardecer, cuando se cansaban, él de la música y la mujer de hacer calceta, jugaban al rummikub, cenaban, veían una película por la tele y a dormir. Y dormía como un ángel.

Pero esta sensación de bienestar que nos proporciona el confinamiento, propia de personas que están al final de su recorrido vital, se aleja cuando pensamos en lo que está pasando más allá de nuestros pequeños refugios personales y nos proyectamos en la vida de nuestros hijos y nietos. Entonces vuelve la preocupación por cómo les afectará un mundo que está cambiando física y socialmente. ¿Serán capaces de corregir lo que hemos hecho mal y construir un mundo mejor para la convivencia? ¿O, por el contrario, se verán abocados a una lucha cada vez más feroz para sobrevivir? ¿Qué nos deparará el futuro como especie?

Estamos en un momento de preguntas sin respuestas.