Sobre la paranoia">

Reflexiones

Ayer vinieron unos amigos a comer a Son Bauló. Tras dos meses de confinamiento tenía que ser un encuentro afectuoso y alegre. Y lo fue, pero mediatizado por las medidas de seguridad establecidas por las autoridades. Éramos ocho, cuatro parejas, y cada pareja se trajo la comida de su casa; a la hora de los saludos, éstos fueron sin contacto y guardando la distancia pertinente, distancia que se mantuvo más o menos durante todo el encuentro. Y en la comida no se habló de otra cosa que de la enfermedad —no hace falta que diga cuál— en un aspecto o en otro. Abundaron las informaciones confusas que la rodean y las anécdotas, entre las que no faltaron las que hacían referencia a las advertencias que se habían tenido que hacer a personas que no mantenían las precauciones debidas y te ponían en riesgo. 

Riesgo, esta fue la sensación latente en el encuentro, verbalizada o no. Riesgo al contagio, riesgo a contagiar; el binomio que te encierra como un caracol en una cáscara invisible y te hace desconfiar de todo el mundo. Todos los presentes éramos personas de riesgo y esto nos convertía en más vulnerables; más vulnerables a la enfermedad y más vulnerables a la paranoia que en estos momentos va asociada a ella, cuyos grados varían según el individuo. Entre nosotros también, y se estableció un debate sobre hasta qué punto se tenía que llegar en la desconfianza al prójimo y que se traducía en exigirle el mismo grado de paranoia que la tuya.

A mí, el encuentro, por un lado, me alegró, veía en vivo a unos amigos que desde hacía tiempo solo había visto a través de la pantalla del móvil, pero por otro me entristeció al comprobar el mal que estaba haciendo la enfermedad, no ya a nivel físico, sino social, y las secuelas que dejará en las pautas de comportamiento humanas, al menos hasta que no se encuentre la manera de combatirla eficazmente. Porque, si de momento, nuestro comportamiento precavido y desconfiado se ve amparado por el paraguas de la autoridad y lo único que hacemos es cumplir con unas directrices establecidas por el gobierno, esto se acabará, la normalidad se restablecerá con la adopción de medidas de precaución generales, pero las calles se volverán a llenar de gente, los establecimientos abrirán y en los supermercados tendremos que hacer cola junto con personas que no son de riesgo y que se mostrarán indiferentes a nuestro miedo al contagio.

¿Qué pasará entonces? ¿Nos encerraremos en casa? ¿Defenderemos nuestro distanciamiento de seguridad contra todos aquellos presuntos agresores exigiéndoles su cumplimiento a pesar de exponernos a obtener respuestas airadas y enfrentamientos? ¿Viviremos atemorizados, desconfiando de todo aquel que se nos acerque? ¿Nos volveremos definitivamente unos paranoicos?

Supongo que dependerá de cada uno y del grado de inseguridad que lo invada, del miedo a enfermar que sienta y de lo que está dispuesto a sacrificar a fin de correr los mínimos riesgos posibles. Pero a mí, a estas alturas, quizás lo que más miedo me da es llegar a mirar a mi hijo y a mis nietos con desconfianza y negarles un abrazo cuando los vea.