Reflexiones

Sobre el proceso creativo de Atlàntic (2)

Finalizada la primera parte de Atlàntic y recuperada la serenidad y la confianza en mi capacidad de narrar, se me planteó una nueva pregunta. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué era aquella historia que había surgido casi por sí sola? ¿La seguía? Me daba cuenta de que la obra que se perfilaba era completamente distinta de lo que había estado escribiendo hasta entonces para el lector adulto, y, no solo esto, sino muy diferente de lo que se estaba publicando en estos momentos en catalán. Tenía la sensación que había empezado una novela solo para mí, pasada de moda, para un lector indefinido, quizás inexistente, y que me costaría encontrar quien la publicase. Parecía el principio de una novela juvenil de aventuras, y yo no quería que lo fuese. Y se me planteó el dilema de seguir o dejarlo en aquel punto y pasar a otra cosa.

Pero una especie de inercia me llevaba a continuar pensando en ella, y, cuando lo hacía, me encontraba a gusto con la historia y el desafío de conducir el relato a mi propósito final, el mensaje de que todos somos iguales y que, ni ahora ni nunca, no hay excusa posible para los que humillan y maltratan a los demás, tengan la piel del color que la tengan, hablen como hablen, y adoren a los dioses que adoren.

Entonces pasó que a medida que escribía y los personajes crecían, los sentía más y más próximos y notaba que tenían un cierto ascendiente sobre mí. Su personalidad se consolidaba, sus vidas adquirían una mayor dimensión y se proyectaban hacia el futuro. Djembo, Marc, el alférez Flaherty, Cynthia, John Murdstone..., todos se convirtieron en mis compañeros de viaje. Y ningún viajero abandona a sus compañeros a media travesía. De modo que me dejé llevar como uno más del grupo humano que vivía a mediados del siglo XIX, en medio de los avatares propios de su tiempo y de la existencia. Temores, deseos, propósitos, ambiciones, debilidades, delirios…; toda la gama de inquietudes que afectan el alma humana pasaron a afectar a mis personajes y, a través de ellos, a mí mismo. Me enamoré de Cynthia, odié a Katherine Hawkins y su egoísmo, sentí el desprecio de Marc por él mismo al aceptar el pacto de silencio impuesto por los Ferrer, me compadecí de Murdstone, sufrí la angustia y el desconcierto de Djembo…

Finalmente, después de tres años de haber iniciado el viaje, me encontré con una obra en las manos que no sabía calificar. Cuando me preguntaban, decía que era un Dickens contemporáneo, con lo que nadie sabía qué quería decir. Y pasó lo que me imaginaba, la novela empezó a ser rechazada por agentes y editores. A pesar de reconocer la buena factura, aquello no interesaba, no era moderno; la modernidad iba por otro lado. ¿Quién publicaría hoy en día un Dickens o un Melville? Una de las objeciones más curiosas que le hicieron fue que “los buenos ganaban por goleada”, como si en una buena novela el final tuviese que ser necesariamente trágico o, cuanto menos, provocar un determinado grado de frustración en el lector. Aunque en la realidad demasiado a menudo la desgracia y el infortunio señorean las vidas de las personas hasta el final, no veo por qué también lo han de hacer en la ficción, cuando lo que precisamente se busca en la ficción es evasión, confortación ante la soledad y el desconcierto de la vida.

Como último recurso decidí presentarla al premio Néstor Luján de novela histórica, y tuve la suerte de que Glòria Gasch la leyese y supiese valorar su dimensión épica, A partir de este momento Atlàntic tuvo un horizonte y un destino trazados. Ahora que ya navega en el mar de libros que llena las librerías, de los lectores depende su singladura.